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Ensayos de persuasión
Columna
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El mundo que hemos perdido

De la solución a la guerra depende, incluso, la supervivencia de la humanidad

Ukrainian refugees
Un gimnasio, improvisado centro de acogida de refugiados ucranios en Varsovia (Polonia), el 16 de marzo.Krzysztof Kaniewski (Krysztof Kaniewski / Zuma Press)
Joaquín Estefanía

El imprescindible historiador británico Tony Judt apenas conoció los peores síntomas de lo que más tarde se denominó Gran Recesión: falleció en el año 2010, en los inicios de ésta. Poco después de su muerte se publicó un libro que era una especie de testamento intelectual (Algo va mal, Taurus). En él se desarrollaba una reflexión que sirve en toda su extensión para estos tiempos oscuros en los que transitamos de crisis en crisis, cada una de distinta naturaleza: por qué nos hemos apresurado en derribar los diques que tan laboriosamente levantamos para protegernos. ¿Tan seguros estábamos de que no se avecinaban inundaciones? Después de la crisis económica llegaron la pandemia y la guerra.

Conviven entre nosotros problemas crecientes que no son fenómenos naturales ni tampoco simples injusticias, sino que se trata de violaciones a los derechos fundamentales de los ciudadanos (por el mero hecho de serlo) estipulados en declaraciones universales o en textos constitucionales nacionales o supranacionales. Ejemplos: las amenazas a la paz mundial (la última, la invasión rusa de Ucrania); la emergencia climática manifestada en fenómenos extremos cada día más frecuentes; el crecimiento exponencial de las desigualdades en el seno de un capitalismo caníbal que desvertebra a las sociedades; la inmensa masa de refugiados políticos y de emigrantes económicos que huyen de las condiciones de persecución, miseria y degradación de sus lugares de origen; la muerte anual de millones de personas por falta de agua potable, alimentación básica o fármacos y vacunas contra las epidemias, etcétera.

De la solución de estos problemas depende la supervivencia de la humanidad. El profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Roma Luigi Ferrajoli demanda en su último libro una Constitución de la Tierra que tutele los bienes vitales de la naturaleza, prohíba todas las armas comenzando por las nucleares como bienes ilícitos (en dirección contraria al espíritu de esta época) e introduzca un fisco e instituciones idóneas globales en defensa de la triple ciudadanía, civil, política y social, y del universalismo de los derechos humanos. Ferrajoli se pone la venda antes de la herida: este proyecto constitucional no es una hipótesis utópica, sino la única respuesta racional y realista capaz de limitar los poderes salvajes de los Estados y los mercados en beneficio de la habitabilidad del planeta y de la supervivencia de la sociedad (Por una Constitución de la Tierra, editorial Trotta).

Las transformaciones se están acelerando, sobre todo a partir del año 2008, parteaguas de dos épocas. En esa frontera temporal, el economista estadounidense de origen turco Dani Rodrik puso en circulación un trilema que se hizo inmediatamente famoso. El “trilema de Rodrik” dice que es imposible conseguir al mismo tiempo la globalización, la democracia y la soberanía nacional, y que hay que escoger dos de los tres elementos. La tendencia dominante fue caminar hacia una globalización con democracia. Ahora se están quebrando las dos premisas: las autocracias ganan terreno a las democracias y la globalización va perdiendo fuelle: desde el coronavirus, los países miran hacia dentro de sus fronteras para asegurarse ciertos suministros estratégicos hasta ayer confiados a la globalización, y detienen la deslocalización y desindustrialización de empresas y sectores estratégicos. La reacción a la agresión rusa a Ucrania ha consistido fundamentalmente en sacar al primer país, a través de sanciones, de los circuitos financieros, comerciales y de divisas, lo que generará sin duda un desacoplamiento mundial.

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Estas transformaciones generan inseguridad en los ciudadanos. La inseguridad engendra miedo, y el miedo —al cambio, a la decadencia, a los extraños, a un mundo ajeno, etcétera— corroe la confianza y la interdependencia en la que se basan las sociedades civiles. Sin duda hay ya quien apremia a las sociedades abiertas a que se cierren y sacrifiquen la libertad en aras de la seguridad. Judt apela a la experiencia histórica para no olvidar las lecciones que el pasado nos ha enseñado: si se quiere construir un futuro mejor, hay que empezar por recordar la facilidad con la que incluso las democracias liberales más sólidas pueden zozobrar.

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