El embrutecimiento
Cuantos más pliegues oscuros, cuantos más rincones preferimos no mirar, más enfermos estamos
He votado varias veces al Partido Animalista, el PACMA. Estoy en desacuerdo con buena parte de su programa: ni me parece bien prohibir la caza (aunque no me guste, en especial cuando se trata de simple masacre) ni me parece bien prohibir la tauromaquia (aunque yo sea de los que van con el toro). También me repele un poco el tonillo entre santurrón e intransigente que utilizan con frecuencia. Dicho esto, es posible que vuelva a votarles. Es eso o el voto en blanco, compréndanme.
Se trata de un voto ligado a una ensoñación. Fantaseo con que a un gobierno español, el que sea, le falta un voto para aprobar los presupuestos. Ese gobierno ya ha recurrido a partidos raros y minoritarios, diputados marginales, tránsfugas, y sigue faltándole un voto. Sólo pueden sacar adelante las cuentas si convencen al representante del PACMA. Entonces, por fin, se hace algo para acabar con esos pudrideros que llamamos, con una asepsia inmerecida, macrogranjas. En lugar de mirar hacia otro lado, se establecen normas rígidas sobre criaderos, granjas y mataderos que devuelven la dignidad, nuestra dignidad, a estos lugares. La ensoñación termina así.
Ahora van a pensar: mira, el típico pijillo urbanita que habla de lo que no sabe mientras se mete un chute de quinoa. Bueno, sí y no. No soy un hombre de campo, desde luego. Pero me manejo bien con los animales, sé matar y despellejar un conejo y, sobre todo, a lo largo de décadas, desde que en los años setenta en Cataluña empezaron a proliferar las macrogranjas porcinas, he visitado varios de esos negocios. Es difícil definirlos, pero uno los identifica en cuanto los ve. Y tarda en olvidarlos.
Una sola visita (nunca fácil, porque se prefiere manejar estos asuntos con discreción) basta para tomar conciencia de la realidad. Basta con asistir un rato al espectáculo de la tortura de la luz eléctrica ininterrumpida, del hacinamiento, de las infecciones recurrentes, de los quejidos, de la vida malvivida en una agonía de mierda y sangre. Basta con preguntar un poco a los vecinos de la zona para averiguar con qué facilidad la ponzoña de estos negocios se extiende por los alrededores, contaminando el agua y la tierra.
Otra cosa que me parece importante: muchos de los empleados de estos Mauthausen (disculpen la inapropiada comparación, es un simple recurso expresivo) acaban embruteciéndose. ¿Cómo no degradarse en ese ambiente? Su amargura desemboca en malos tratos adicionales sobre las pobres bestias. Lo esencial, en último extremo, es que esos lugares nos embrutecen a todos. Cuantos más pliegues oscuros esconde nuestra sociedad, cuantos más rincones preferimos no mirar porque preferimos no saber, más enfermos estamos.
El ministro de Consumo, Alberto Garzón, destaca por su torpeza en un Gobierno de nivel mediocre tirando a bajo. El hombre es patoso, resulta evidente. Tiende a meter la pata, sin embargo, en los charcos correctos. A mí me parece bien que Garzón, por la vía errónea, haya avivado el debate sobre esas macrogranjas que pueden ser legales (cuentan con buenos abogados y músculo financiero), pero que no son, digan lo que digan voceros del propio Gobierno o de la oposición, inexistentes.
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