La última ola de ataques nos acerca a la ‘ciberguerra fría’
Los servicios de inteligencia de las potencias vigilan con inquietud a ‘hackers’ que atacan tanto infraestructuras de naciones rivales como comercios pequeños. EE UU, la UE y Reino Unido acaban de señalar a China por la ola global de ciberataques. ¿Tiene freno la deriva hacia una ‘ciberguerra fría’?
Mientras Estados Unidos festejaba su independencia el fin de semana del 4 de julio un grupo de hackers rusos llevó a cabo uno de los más grandes y coordinados ciberataques de los últimos años. Los piratas, agrupados bajo las siglas REvil (Ransomware Evil), aprovecharon una falla en un programa de tecnología de la información utilizado por unas 40.000 compañías en todo el mundo. Esa fue la puerta de entrada para hacerse con el control de los sistemas de 1.500 comercios e instituciones tan diversos como once colegios en Nueva Zelanda o una cadena de supermercados en Suecia. Los criminales exigían 70 millones de dólares para enviar el desencriptador que permitía recuperar la información. Esta ha sido una de las últimas muestras de la democratización de los operativos de extorsión cibernética, una reiterada arma en el juego geopolítico.
El 30% de los ciberataques que se cometen en EE UU son de ransomware, que consiste en un secuestro exprés de datos por los que se pide un rescate. Estos ataques se han duplicado entre 2019 y 2020, un periodo que coincide con la campaña y salida de Donald Trump, quien llegó a la presidencia auxiliado por operaciones de desinformación promovidas por piratas rusos. Barack Obama fue el primero que lidió con el problema después de que hackers penetraran en los sistemas del Departamento de Estado, de la Casa Blanca y en el correo electrónico de su jefe de Gabinete. Su Gobierno preparó un plan de respuesta que incluía agentes sobre el terreno en varios países, pero no actuaron a fondo ante el temor de que los rusos contraatacaran afectando la red eléctrica, detalla el capitán de la Armada Scott Jasper en Russian Cyber Operations: Coding the Boundaries of Conflict. Se apostó por un paquete de sanciones que, con los años y el desinterés de la Administración de Trump, resultarían insuficientes.
El Gobierno del presidente Joe Biden siente los aires de la ciberguerra. Los grupos criminales han puesto a prueba su reacción con una serie de ataques desde el extranjero y por grupos rebeldes que en ocasiones cuentan con el respaldo de los servicios de inteligencia de potencias rivales. Los ataques ya no solo se ponen como objetivo a las grandes empresas sino que han afectado masivamente a comercios de barrio. De los 65.000 ataques contabilizados el año pasado por la agencia de ciberseguridad Recorded Future, el 75% afectó a negocios pequeños. El Departamento de Justicia afirma que en 2020 los criminales se embolsaron 350 millones de dólares en rescates, un aumento del 300% comparado con 2019. ¿Cómo debe responder EE UU a este desafío que supera los límites de las leyes internacionales?
Cada hora siete personas se dan cuenta de que su ordenador ha sido tomado. Un correo electrónico o un bloque de texto entre el código detalla las instrucciones para recuperar los datos. Un cronómetro en pantalla marca el tiempo para conseguir el dinero, que usualmente es pactado entre el 10% y el 40% del valor del producto raptado, que es pagado en la gran mayoría de los casos en bitcoins para hacer su rastreo más difícil. “Esto no ha sido tan grave como puede llegar a ser”, señala Trey Herr, analista del Atlantic Council. “Una cosa es que un oleoducto cierre unos días y otra que grupos como Boko Haram el denominado Estado Islámico puedan armarse a sí mismos con fondos conseguidos mediante ransomware. Y los cárteles de la droga”, añade.
Los encargados de estos ataques han afinado sus objetivos. Disminuyen los ataques contra instituciones sanitarias o educativas y se concentran en industrias más rentables que afectan más a los gobiernos, de acuerdo con un informe de 2021 sobre filtración de datos de Verizon. El comercio al por mayor y de menudeo ha visto en un año un aumento del 159% en los casos de ransomware; la industria del transporte, de más del 300%.
Dos grandes campañas han sacudido a los estadounidenses en 2021. En mayo, la empacadora de carne más grande del mundo, JBS, pagó 301 bitcoins (11 millones de dólares) para evitar la filtración de información sensible. El FBI responsabilizó del ataque a REvil. Antes había sido víctima Colonial Pipeline, un gasoducto que distribuye diésel y la gasolina al este del país. La compañía pagó 4.4 millones de dólares. Fueron recuperados 2.3 millones gracias al Departamento de Justicia. Biden publicó después de esto un decreto de ciberseguridad que exige estándares más altos para los programas de software comercial, como los que vende Microsoft, cuyo servicio de correo electrónico fue atacado en marzo, y para el utilizado por el Gobierno federal, que ha sido clasificado como crítico. La ciberseguridad fue uno de los puntos que, a mediados de junio, trataron el presidente estadounidense y el ruso en la cumbre que mantuvieron en Ginebra en un intento de descongelar sus relaciones. EE UU está viendo con intensidad la llegada a su territorio de una actividad que lleva 15 años dejando cuantiosos daños en Europa. Rusia ha perfeccionado estos ataques como herramienta de influencia.
El ejemplo más conocido es el de Ucrania en 2017. Un ataque con el virus NotPetya, una modificación del código más popular del ransomware, dejó en negro durante siete minutos 12.500 computadoras, afectando tanto a cajeros automáticos como a las terminales que miden la radioactividad en Chernóbil. También afectó a la red eléctrica. Maersk, la mayor empresa de contenedores del mundo, perdió 300 millones. La farmacéutica Merck, 870 millones. Ucrania culpó a Moscú, un señalamiento validado por la CIA, que pudo rastrear el origen en la inteligencia militar rusa. Reconocieron la herramienta, que fue robada a la Agencia Nacional de Seguridad y filtrada en internet meses antes del ataque, dejando a EE UU sin su poderoso código de defensa ante ciberataques.
Es solo cuestión de tiempo que pase algo mucho más grave”, afirma Nina Jankowicz, analista del Wilson Center y autora de How To Lose The Information War: Rusia, Fake News and the Future of Conflict (Cómo perder la guerra de la información: Rusia, noticias falsas y el futuro del conflicto). La especialista señala que el actual clima de ofensiva presenta una ventaja para Moscú. “Entra en la estrategia de guerra asimétrica de Putin, que puede tener al teléfono a Biden o en Suiza tener negociaciones de alto nivel con representantes estadounidenses. Si los ataques no estuvieran sucediendo quizá no tendría este nivel de atención”, apunta.
La llegada de Biden a la Casa Blanca ha facilitado un retorno a los bloques geopolíticos tradicionales. La cumbre de Ginebra mostró que el estadounidense es capaz de estrechar la mano a sus adversarios y dibujar una raya roja ante el Kremlin. “Biden considera a Rusia una distracción. La gran amenaza para la influencia estadounidense en el escenario mundial es China. No quiere ser distraído por los rusos si cree que puede encontrar un tipo de arreglo que pueda traer un poco de paz a Europa, asegurar la soberanía de Ucrania y que deje de entrometerse en nuestras elecciones y en las de nuestros aliados europeos. Esa fue su oferta”, añade Jancowicz, que cree que la pelota está en tejado ruso. El 13 de julio, un mes después del encuentro en Suiza, REvil se desintegró. No se sabe si fue obra de los servicios de inteligencia rusos o estadounidenses. O si los criminales repartieron el botín y se esfumaron. El misterio crece.
China ha dado muestras de jugar con el mismo manual que Moscú, que no ha destacado por el control de sus hackers, muchos relacionados con su servicio de inteligencia. Esta semana, EE UU responsabilizó por primera vez a Pekín de estar tras un ataque cibernético, el de marzo contra Microsoft. El mensaje tuvo un altavoz importante: se hizo junto a la OTAN y la UE, que habían mostrado antes reticencias a señalar a China, importante socio comercial. “Se está cimentando una coalición que puede dar una respuesta política a este conflicto. Se ha atribuido a un actor en particular, pero la gran pregunta es cuál será la respuesta”, se cuestiona Safa Shahwan, subdirectora de la Iniciativa de ciberasuntos de Estado del Atlantic Council. La acusación de la Administración estadounidense no estuvo acompañada de ninguna represalia para China, pero la creación de un bloque de aliados puede ser un paso previo a la imposición de castigos. “Las sanciones solo funcionan cuando se aplican con una coalición”, añade Shahwan. La política de name and shame (nombrar y avergonzar) será insuficiente en un creciente ambiente de ciberhostilidad. La respuesta que debe dar EE UU es materia de profundos debates. Analistas como Jancowicz creen que es hora de que Washington revise el sistema de sanciones y afine los objetivos, entre ellos los altos funcionarios del Kremlin, así como sus familias e hijos, pues suelen estudiar en el extranjero o tener casas en Miami o Londres. Otras voces han pedido lo mismo para miembros de la cúpula del Partido Comunista Chino.
En 2017, el senador John McCain dijo a la televisión ucrania que el ciberataque ruso a los servidores demócratas debía ser considerado “un acto de guerra”. Un año después, la Administración de Trump amplió por primera vez la posibilidad del uso de armas nucleares como respuesta a “importantes ataques estratégicos no nucleares” que afectaran a población o a infraestructuras nacionales o de sus aliados. El Gobierno de Biden está revisando la política nuclear. De momento, parece bastarle una solución diplomática con ayuda de aliados. Una salida improbable en la era de Trump.
Suscríbete aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.