A la madre de Kamala Harris la trataban de tonta por su acento indio. Eso marcó la lucha de la vicepresidenta
Comprometida con la lucha por los más desprotegidos, la vicepresidenta de Estados Unidos se autorretrata como una guerrera alegre en la batalla que está por venir. Lo cuenta en ‘Nuestra verdad’, autobiografía de la que ‘Ideas’ adelanta en primicia varios extractos
Aún recuerdo la primera vez que entré, como empleada, en el Tribunal Superior del condado de Alameda, en Oakland, California. Fue en 1988, durante mi último verano en la Facultad de Derecho, cuando a mí y a otras nueve personas nos ofrecieron una beca de formación durante el verano en la fiscalía de distrito. (…)
Fui la primera en llegar a la reunión de presentación. Los demás compañeros aparecieron pocos minutos después. Solo había una mujer entre ellos, Amy Resner. En cuanto acabó la reunión, le pedí su número de teléfono. En ese entorno dominado por los hombres, me hacía ilusión tener al menos una compañera. Hoy en día, sigue siendo una de mis mejores amigas y soy la madrina de sus hijos.
Como becarios de verano, lógicamente, teníamos muy poco poder o influencia. Nuestro trabajo consistía sobre todo en aprender y observar, a la vez que echábamos una mano donde podíamos. Nos pusieron con abogados que llevaban a juicio todo tipo de casos, desde conducción bajo los efectos del alcohol hasta homicidios. (…)
Nunca olvidaré la vez que a mi supervisor le tocó trabajar en un caso relacionado con una redada antidroga. La policía había detenido a varias personas durante la operación, incluida una transeúnte inocente que pasaba por allí: una mujer que había estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Yo no la había visto. No sabía quién era ni qué aspecto tenía. No tenía ninguna relación con ella, solo la conocía del informe que estaba revisando. Pero había algo en ella que me llamó la atención.
Era un viernes, a última hora de la tarde, y la mayor parte de la gente se había ido a casa a pasar el fin de semana. Con toda probabilidad, el juez no la vería hasta el lunes, lo que significaba que tendría que pasar el fin de semana en la cárcel. (…) Yo sabía que tenía hijos pequeños en casa. “¿Saben que ella está en la cárcel? Deben de pensar que ha hecho algo malo. ¿Quién los está cuidando? ¿Hay alguien que pueda hacerlo? Tal vez han llamado al Servicio de Protección de Menores. Dios mío, podría perder a sus hijos”. Todo pendía de un hilo para esta mujer: su familia, su sustento, su prestigio en su comunidad, su dignidad, su libertad. Y, en cambio, no había hecho nada malo.
Fui a toda prisa a ver al secretario del juzgado y le pedí que se le tomara declaración ese mismo día. Se lo rogué. Se lo supliqué. Si el juez pudiera volver al tribunal solo cinco minutos, podríamos dejarla en libertad. En lo único en lo que era capaz de pensar era en su familia y en el miedo de sus hijos. Al final, cuando los minutos del día ya casi se agotaban, el juez volvió. Observé y escuché mientras él repasaba su caso y esperé a que diera la orden. Entonces, con un golpe de mazo, así sin más, la mujer quedó libre. Conseguiría llegar a tiempo a casa para cenar con sus hijos. Nunca llegué a conocerla, pero jamás la olvidaré.
Fue un momento decisivo en mi vida. Fue la materialización de que, incluso en los márgenes del sistema de justicia penal, hay mucho en juego, sobre todo a nivel humano. Entendí que, incluso con las limitadas atribuciones de un becario, las personas que se preocupan pueden hacer justicia. Fue revelador, un momento que demostraba lo importante que era contar con personas compasivas trabajando como fiscales. Años antes de ser elegida para dirigir una importante fiscalía, esta fue una de mis victorias más notables. Sabía que ella se había ido a casa.
Y supe el tipo de trabajo que quería hacer y a quién quería servir.
El Palacio de Justicia no estaba muy lejos de donde crecí. Nací en Oakland, California, en 1964, y pasé la etapa formativa de mi infancia viviendo en la linde entre Oakland y Berkeley.
Mi padre, Donald Harris, nació en Jamaica en 1938. Fue un estudiante brillante que emigró a Estados Unidos después de que lo admitieran en la Universidad de California en Berkeley. Fue allí a estudiar Económicas y llegó a dar clases de Economía en Stanford, donde sigue siendo profesor emérito.
La vida de mi madre comenzó miles de kilómetros al este, en el sur de la India. Shyamala Gopalan era la mayor de cuatro hermanos: tres niñas y un niño. Al igual que mi padre, fue una estudiante con talento, y cuando mostró pasión por la ciencia, sus padres la animaron y la apoyaron. Se graduó en la Universidad de Delhi a los 19 años. Y no se quedó ahí. Presentó una solicitud para un programa de posgrado en Berkeley, una universidad que jamás había visto y en un país que nunca había visitado. Me cuesta imaginar lo difícil que debió de ser para sus padres dejarla marchar. Los vuelos comerciales estaban empezando a expandirse por todo el mundo. No iba a ser fácil estar en contacto. Sin embargo, cuando mi madre pidió permiso para trasladarse a California, mis abuelos no se interpusieron en su camino. Era una adolescente cuando se fue de casa con destino a Berkeley en 1958 para hacer un doctorado en nutrición y endocrinología, antes de convertirse en investigadora sobre el cáncer de mama.
Mi madre tenía previsto regresar a la India cuando terminara sus estudios. El matrimonio de sus padres había sido concertado y se daba por sentado que mi madre seguiría un camino similar. Pero el destino tenía otros planes. Ella y mi padre se conocieron y se enamoraron en Berkeley mientras participaban en el movimiento por los derechos civiles. Su matrimonio, y su decisión de quedarse en Estados Unidos, fueron los mayores actos de autodeterminación y amor.
Mis padres tuvieron dos hijas. Mi madre obtuvo su doctorado a los 25, el mismo año de mi nacimiento. Mi querida hermana, Maya, llegó después. (…) Mis primeros años fueron felices y sin preocupaciones. Me encantaba estar al aire libre y recuerdo que, cuando era pequeña, mi padre quería que campara a mis anchas. Se volvía a mi madre y le decía:
—Déjala correr, Shyamala. —Y luego se volvía hacia mí y me decía—: “Corre, Kamala. Todo lo rápido que puedas. ¡Corre!”. Y yo arrancaba con el viento en la cara y la sensación de ser capaz de cualquier cosa.
Convertirme en senadora de Estados Unidos [antes fue fiscal de distrito de San Francisco y fiscal general de California] era una continuación natural del trabajo que ya hacía: luchar por las familias que padecían la lacra de unos salarios estancados, unos costes de la vivienda abusivos y una reducción de sus oportunidades; por las personas encarceladas en un sistema de justicia penal que no funciona; por los estudiantes estrangulados por préstamos abusivos (...); por las víctimas de fraudes y delitos económicos; por las comunidades de inmigrantes, por las mujeres, por los mayores. Sabía que era importante que su voz fuera representada en la mesa de negociaciones a la hora de definir las prioridades y las políticas nacionales.
Anuncié mi candidatura el 13 de enero de 2015. También lo acabaron haciendo 33 personas más. Doug [su marido], para quien aquella era su primera gran campaña, tuvo que acostumbrarse a un nuevo tipo de miradas escudriñadoras. (…)
Mi madre era la persona más fuerte que he conocido jamás, pero también he sentido siempre el instinto de protegerla. Supongo que, en parte, se debe al hecho de ser la hija mayor. Pero también sabía que mi madre era un blanco. Yo lo veía, y eso hacía que me enfadara. Tengo demasiados recuerdos de mi magnífica madre siendo tratada como si fuera tonta a causa de su acento. Recuerdo que la habían seguido muchas veces por grandes almacenes, con la sospecha de que una mujer de tez tan oscura como la suya no podía permitirse el vestido o la blusa que había elegido.
También recuerdo lo en serio que se tomaba cualquier encuentro con funcionarios gubernamentales. Cada vez que volvíamos de un viaje al extranjero, mi madre se aseguraba de que Maya y yo nos comportáramos lo mejor posible mientras pasábamos el control de aduanas. —Poneos derechas. No os riais. Estaos quietas. Coged todas vuestras cosas. Estad listas. Sabía que cada palabra que pronunciase sería juzgada y quería que estuviéramos preparadas. La primera vez que Doug y yo pasamos juntos por la aduana, el músculo de mi memoria se activó. Me estaba preparando de la forma habitual, asegurándome de que lo teníamos todo bien y en orden. Mientras tanto, Doug estaba tan relajado como siempre. Me frustraba que estuviera tan pancho. Él se sorprendió mucho, en su inocencia, se preguntaba: “¿Dónde está el problema?”. Nos habíamos criado en realidades distintas. Fue revelador para los dos.
He pasado por muchas cosas durante mis años de servicio público. Y lo que he aprendido no se puede resumir en pocas palabras. Pero creo firmemente que la gente es en esencia buena. Y que, llegado el momento, echarán una mano para ayudar a sus vecinos.
He aprendido, a través de la historia y de la experiencia, que no todo progreso es gradual ni lineal. A veces se produce un momento de meseta y luego otro. A veces descendemos. A veces damos un salto y logramos cosas más allá de lo que creíamos posible. Creo que nuestro trabajo es proporcionar la fuerza de propulsión que nos lleve a un plano superior.
Todavía tenemos que lograr esa unión perfecta. Junto a los grandes logros del experimento estadounidense hay una oscura historia que tenemos que solucionar en el presente. Cuando los vientos poderosos te golpean en la cara, el cansancio te invade. Te abruma. Pero no podemos rendirnos. El inicio del declive llega cuando se dejan de tener aspiraciones.
A pesar de nuestras diferencias, de los enfrentamientos, de las peleas, seguimos formando parte de una única familia estadounidense y deberíamos actuar como tal. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Necesitamos pintar un cuadro del futuro en el que todos puedan verse representados, y todo el mundo salga. Un vivo retrato de unos EE UU vivos, donde se trata a todos con la misma dignidad y cada uno de nosotros tiene la oportunidad de sacar el máximo provecho de su vida. Esa es la idea por la que vale la pena luchar, nacida del amor a la patria. Es una lucha antigua. Y lo que sabemos sobre ella es: las victorias pueden desaparecer por culpa de la complacencia. Las batallas perdidas pueden ganarse con nuevos esfuerzos. Cada generación tiene que volver a comprometerse con el trabajo, el esfuerzo y el verdadero significado de la palabra patriota. Un patriota no es alguien que aprueba la conducta de nuestro país, haga lo que haga; es alguien que lucha cada día por los ideales del país, cueste lo que cueste.
Lo que he visto, sobre todo desde que me convertí en senadora, es que esta es una lucha que también nace del optimismo. (…) Mi reto diario es formar parte de la solución, ser una guerrera alegre en la batalla que está por venir. El reto que te propongo es que te unas a este esfuerzo. Para defender nuestros ideales y nuestros valores. No tiremos la toalla cuando llegue el momento de arremangarnos. Ni ahora. Ni mañana. Ni nunca.
Kamala Harris (Oakland,1964) es vicepresidenta de EE UU. Abogada, antes fue senadora y fiscal. Estos extractos son un adelanto de su libro ‘Nuestra verdad’, de ed. Península, que escribió antes de las pasadas elecciones. Se publica el próximo 30 de marzo.
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