Lo que dejará todo esto
La cosa en Cataluña tiene ya muy mal remedio. Unos y otros catalanes, los que quieren la independencia y los que no, están condenados a la frustración
Leo en La Vanguardia algunos fragmentos de los diarios de Juan Marsé. En uno escribe: “A veces tengo dudas acerca de si la independencia de Cataluña, que nunca he deseado ni apoyado, sería tal vez conveniente, deseable y justa. De lo que no tengo duda es de que los patriotas catalanes que la promueven hoy son unos perfectos carcamales y no me merecen el menor respeto”.
Eso lo escribió en 2016. En aquella época yo solía asistir a una reunión dominical con Marsé y otras personas interesantes. Gente como Enrique Vila-Matas, Joan de Sagarra, Valentí Puig, Javier Coma o Ignacio Vidal-Folch. Bebíamos unos cuantos vasos de Jameson antes del almuerzo. Ellos hablaban y yo escuchaba. Como soy de los que aparecen y desaparecen, y no se despiden cuando se van, quizá acabaron pensando que aquello me aburría. Todo lo contrario. Sorbía cada una de las palabras.
Ocurre que, evidentemente, un escritor lo es cuando escribe. Cuando bebe un whisky es un simple ciudadano. Y a mí, un viejo adolescente cuya educación sentimental debía mucho a Encerrados con un solo juguete, me fascinaba el ciudadano Marsé, tan áspero y tan humano. Ahora suscribo cada una de esas líneas de su diario. Entiéndase que, carcamales al margen, aprecio a muchos independentistas. Lo que no respeto es la ausencia de duda, esa duda que Marsé incorporaba a su reflexión. No respeto el fanatismo. Incluso cuando tiene razón, un fanático se equivoca.
La cosa en Cataluña tiene ya muy mal remedio. Unos y otros catalanes, los que quieren la independencia y los que no, están condenados a la frustración. La misma frustración de los malditos equidistantes que, como yo, creen comprender los sentimientos de ambas partes y lamentan que el debate público se haya convertido en una cuestión sentimental que no lleva a ningún lado.
Recuerdo Belfast. Cada viaje a Irlanda del Norte suponía una tristeza (con el paréntesis apacible de la comida en el restaurante Roscoff) y una constatación: nadie podía ganar. La violencia se había convertido casi en folclore. No hablo de los muertos ni de los asesinatos sectarios, sino de la violencia como mecanismo de tensión y distensión. De las bombas como lenguaje. Lo que, traducido al catalán, son las algaradas callejeras y los choques con la policía. Una policía catalana, dirigida por un independentista, obligada a enfrentarse a independentistas. Un círculo cerrado, autosuficiente y vicioso.
Todos deberíamos leer No digas nada, la investigación del periodista Patrick Radden Keefe sobre un asesinato que se cometió en Irlanda del Norte hace medio siglo y nunca se resolvió. El libro da a entender quién mató a esa pobre mujer, pero refleja sobre todo las consecuencias de aquella violencia tan emotiva y tan patriótica. Desde la guerra sucia de los servicios secretos hasta la guerra sucia de los católicos oprimidos, todo quedaba envuelto en silencio. La causa exigía sacrificios.
Pasó el tiempo y, después de tantos muertos (lo mismo que en el País Vasco), la era de los troubles dejó un poso amargo. Dejó el arrepentimiento privado de quienes se sentían obligados a mostrarse orgullosos en público. Dejó la mentira. Dejó la vergüenza. Dejó el dolor.
No creo que mi país pueda esperar otra cosa.
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