Fawzia Koofi, la mujer afgana que negocia con los talibanes que la intentaron asesinar
La política y abogada es una de las cuatro mujeres de la delegación gubernamental que dialoga estos días con los extremistas en Afganistán
Los talibanes intentaron matarla en 2010. Una década después, Fawzia Koofi se sienta frente a ellos para negociar el futuro de Afganistán. Ni siquiera un nuevo atentado, en el que resultó herida de bala el pasado agosto, impidió que se incorporara a las Conversaciones de Doha unas semanas después. A sus 45 años, esta política, conocida por su defensa de los derechos de las afganas, sostiene que el diálogo entre quienes tienen proyectos diferentes para el país es el único camino para acabar con cuatro décadas de guerra y de miseria.
Koofi (Kof Ab, provincia de Badakhshan, 1975) inició su carrera política en 2001 cuando, tras el derribo del régimen talibán, promovió la campaña Vuelta al colegio en defensa del derecho de las niñas y mujeres afganas a la educación, que los extremistas les habían negado. Unicef, la agencia de la ONU para la infancia, no tardó en ficharla como oficial de protección infantil. Cuatro años más tarde, se presentó a las primeras elecciones legislativas que se organizaron en Afganistán por Badakhshan, su provincia natal. No sólo obtuvo el escaño, sino que fue la primera afgana elegida vicepresidenta de la Wolesi Jirga, la Cámara baja de la Asamblea Nacional. En 2019 fundó el partido Movimiento por el Cambio.
Pero eso es sólo parte de la historia. El proceso que la ha llevado a ser una de las cuatro mujeres de la delegación gubernamental en las negociaciones con los talibanes tiene que ver mucho con su trayectoria vital. La decimonovena de los 23 hijos de un hombre que tuvo siete esposas, Koofi fue inicialmente rechazada por su propia madre, que deseaba un hijo para mantener el cariño de su marido. Tal como cuenta en su autobiografía, Cartas a mis hijas. La historia de la parlamentaria afgana que ha desafiado a los talibanes (Aguilar, 2013), sobrevivió al abandono de un día al sol y, contra todo pronóstico, creció para seguir los pasos de su padre, un diputado asesinado por los muyahidines durante la guerra civil librada en los años ochenta del siglo pasado.
La muerte del progenitor llevó a los Koofi a buscar refugio en Kabul y permitió que Fawzia fuera la primera niña de la familia en acudir a la escuela. Eso no le evitó un matrimonio concertado, que ella aceptó. Quien iba a convertirse en su marido, Hamid Ahmadi, ingeniero y profesor de química, no se oponía a su sueño de ser médico. La toma de Kabul por los talibanes cambió su vida. Además de prohibir que las mujeres estudiaran, los rigoristas islámicos encarcelaron a Hamid apenas 10 días después de la boda, en 1997. Koofi logró sacarlo de prisión, pero la tuberculosis que había contraído le impedía trabajar (y acabaría con su vida en 2003). La pareja, con Koofi ya embarazada de su primera hija, se trasladó a Faizabad, capital de Badakhshan, fuera del control talibán. Allí, ella se dedicó a dar clases para mantener a la familia, pronto ampliada con una segunda niña.
A partir de ahí es donde su vida privada enlaza con el origen de su vida pública. Ya con los talibanes derrotados estudió relaciones internacionales y se hizo abogada. Luchadora infatigable por los derechos de las mujeres y los niños, su trabajo está detrás de la mejora de las condiciones de vida de las mujeres encarceladas, el establecimiento de una comisión para combatir la violencia (sobre todo sexual) contra los niños, los cambios en el Código de Familia Chií —que reconocía el derecho a la violación dentro del matrimonio, permitía las bodas infantiles y establecía que una mujer necesitaba permiso de su padre o marido para estudiar, trabajar o ir al médico— o más recientemente, la campaña para incluir el nombre de las madres en el carné de identidad. Pero Koofi no limita sus esfuerzos a la causa de la mujer. Valedora de la democracia y el islam moderado, considera que la igualdad es imposible en un contexto de violencia. Por eso quiso ser candidata a presidente en 2014 —no pudo porque no había cumplido los 40 años que exige la ley cuando se cerró el registro—. Por eso también se implicó desde el principio en los esfuerzos para abrir un canal de diálogo con los talibanes. Antes incluso de que el grupo aceptara mantener conversaciones con el Gobierno en Doha, Koofi, junto con la activista Laila Jafari, formó parte de la primera delegación de la sociedad civil que se reunió con los fundamentalistas en Moscú en 2019. Al ver que sus interlocutores eran todos hombres, incluso les sugirió que debían incluir a alguna mujer.
Los talibanes se rieron, pero no era ninguna broma. Koofi trataba de tantear hasta dónde han evolucionado. Ahora dicen aceptar que las mujeres estudien y trabajen “dentro de los límites de la ley islámica y la cultura afgana”. Koofi recela. “No queremos ser víctimas de la paz”, asegura. Para ella, paz significa vivir con “dignidad, justicia y libertad”. De ahí que defienda la presencia de las tropas extranjeras en Afganistán mientras no se haya alcanzado una solución política estable. Ese compromiso con la defensa de los derechos humanos y el diálogo hizo que estuviera entre los candidatos al Nobel de la Paz el año pasado o que haya recibido numerosos reconocimientos internacionales, el último de ellos el Premio Casa Asia 2021 a la Diversidad y el Desarrollo Sostenible.
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