Ya lo decían las palabras
“Contagio” y “contacto” son desde sus orígenes ideas mellizas, vocablos emparentados
El idioma español cuenta con abundantes dúos de vocablos que, teniendo un mismo punto de partida, se han desdoblado por sendos caminos hasta llegar a su valor actual con significados diferentes y, sin embargo, relacionados íntimamente entre sí.
Por eso percibimos una cercanía familiar entre contar y computar, delgado y delicado, íntegro y entero, soltero y solitario, lidiar y litigar, jamelgo y famélico... Y esto constituye una riqueza de la lengua, que a veces obtiene una doble o triple o cuádruple producción a partir de un solo origen.
Uno de esos dobletes de palabras, emparentadas aunque de distinta condición, lo forman “contagio” y “contacto”.
Ya en sus orígenes fueron ideas mellizas. “Contagio” procede del latín contagium, que a su vez se forma a partir de la preposición con y el verbo tango-tangere. Y este tangere, la base de donde sale nuestro “contagiar”, significaba en latín “tocar”. Por eso decimos que algo es “tangible”: porque se puede palpar. Y por eso llamamos “línea tangente” a aquella que se limita a tocar una curva, sin cortarla; y de ahí que usemos la expresión “salirse por la tangente” cuando alguien debería cumplir con una trazada o completar una obligación pero, lejos de rematar la maniobra como debería, se escapa de ella aprovechando la inercia y toma la tangente como vía de escaqueo para salir airoso sin chocar contra un árbol.
La palabra “contagio” lleva siglos en el idioma castellano, y ya la recogía Nebrija en 1495 como equivalente de “contagion” (más usada entonces). Ambos términos significaban ya “dolencia que se pega”.
Exacto: que se pega. Y lo que se pega debe hallarse en contacto. Vemos de nuevo, pues, esa línea insistente que relaciona el contacto y el contagio.
La vinculación se aprecia más estrecha aún al observar que el verbo tangere, el que sirvió de base a contagium, formó su participio en tactum. Y al unirse a la preposición con, dio contactum, emparentado a su vez con el sustantivo contactus. Este término en latín servía por sí solo para designar lo que nosotros solemos dividir en dos: contacto y contagio.
Desde antiguo, el “contagio” desarrolló también un sentido figurado, como ya recogía el primer diccionario académico o Diccionario de Autoridades (1729), que incluye una cita de Gabriel del Corral, autor vallisoletano del Siglo de Oro: “Esta misma noche saldré al campo para librar tu casa del contagio de mi desdicha”. Por eso sabemos que con la cercanía no sólo se contagian las dolencias físicas, sino también la alegría o la tristeza.
La ciencia nos ha advertido de que el contagio de un virus se deriva del contacto entre personas; del contacto entre sus cuerpos, de sus manos, de sus labios; también del contacto entre sus respiraciones, de sus toses, de sus voces, de una canción que entonen juntas a voz en cuello. Incluso por el contacto de sus risas, hecho que de aquí en adelante tal vez arrojará sospechas sobre una locución hasta ahora positiva (“tiene una risa contagiosa”).
Los epidemiólogos nos insisten en que para evitar el contagio del coronavirus debemos aislarnos, separarnos, distanciarnos por nuestro bien; evitar el contacto para eludir el contagio, porque ambos siempre van juntos. Pero eso que nos repite ahora la ciencia no los estaban diciendo mucho antes las palabras. Sólo hacía falta mirarlas por dentro.
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