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Punto de observación
Columna
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“Nos veremos en el infierno”

Zuckerberg debería someterse, y lo antes posible, a las leyes antimonopolio que regularon a Rockefeller o Mellon

Soledad Gallego-Díaz
Una ilustración fotográfica muestra la cuenta de Twitter suspendida del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en un 'smartphone' en la sala de reuniones de la Casa Blanca en Washington, el 8 de enero de 2021.
Una ilustración fotográfica muestra la cuenta de Twitter suspendida del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en un 'smartphone' en la sala de reuniones de la Casa Blanca en Washington, el 8 de enero de 2021.JOSHUA ROBERTS/REUTERS

No es la primera vez que un pequeño grupo de personas consigue acumular fortunas tan extraordinarias que sus contemporáneos pueden decir, con razón, que nunca antes fueron vistas. Los Zuckerberg (Facebook y WhatsApp), Bezos (Amazon), Gates (Microsoft), Page (Google) o Musk (Tesla) que triunfan en el mundo digital se llamaban en otra época Carnegie o Frick (acero), Rockefeller o Mellon (petróleo) o Vanderbilt y Crocker (ferrocarriles). En todos los casos, se podría decir, como alega la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez, que ese tipo de fortunas es un fracaso de la política y que es la política la que debe poner remedio a tales concentraciones de poder, porque en la inmensa mayoría se trata de negocios que hacen su ventura aprovechando la falta de leyes que los regulen e impidan prácticas monopolísticas.

Ya en 1873, Mark Twain escribió una novela (The Gilded Age: a Tale of Today) para describir una época en la que una formidable oleada de industrialización, casi tan loca y rápida como la actual digitalización, creó en paralelo una clase “técnica” en progreso, grandes corrientes de migración, enormes bolsas de pobreza y los llamados robber barons, empresarios poco escrupulosos que compraban influencia y hacían desaparecer la competencia.

Los robber barons del XIX o del XX fueron pronto objeto de leyes antimonopolio: la Sherman Antitrust Act es de 1890, por ejemplo. Y desde luego nunca lograron controlar el mundo de la información. Cierto que compraron periódicos y emisoras de radio, pero los medios técnicos nunca les permitieron monopolizar el sector y los políticos de la época reaccionaron rápidamente a esa concentración empresarial. Ya en 1927 existió una Federal Radio Act y la precursora de la actual Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) de Estados Unidos es de 1934. Bajo la presidencia de Trump, la FCC relajó sus normas para impedir que una misma empresa posea emisoras de radio, de televisión o periódicos, en papel o digitales, que superen una determinada audiencia en un determinado Estado, pero su decisión fue rechazada por los tribunales y está actualmente pendiente de una sentencia de la Corte Suprema.

La cuestión es que los medios de comunicación están sometidos, mal que bien, en casi todo el mundo, a leyes antimonopolio que garantizan la pluralidad de puntos de vista y líneas editoriales distintas y contrapuestas. Por eso, porque se garantiza la pluralidad y porque son medios con una línea editorial pública y notoria, que responden ante los tribunales por aquello que publican o emiten, pueden en un momento dado interrumpir un discurso electoral del presidente de Estados Unidos o de cualquier candidato, sin que sufra por ello la democracia. No tiene nada que ver con lo que han hecho Facebook y Twitter al cerrar por iniciativa propia las páginas del presidente Trump. Ni Facebook ni Twitter son medios periodísticos, sino simples plataformas de comunicación entre usuarios, sin línea editorial, y no está dentro de sus capacidades suprimir la comunicación como no lo estaría en la de una empresa telefónica impedir usar un móvil o un télex a quien no le gusta. El caso Trump pone de manifiesto mejor que ningún otro la diferencia entre periodismo y comunicación, entre empresas de medios y empresas que son plataformas tecnológicas, con 1.000 millones de usuarios. Zuckerberg debería dejar en paz a sus usuarios hasta que un juez o una ley diga que hay cosas que es ilegal que publique y someterse, eso sí y lo antes posible, a las leyes antimonopolio industrial que regularon a Rockefeller, Mellon o Frick.

Cuentan que Andrew Carnegie, que dedicó el final de su vida a la filantropía, pero que fue un tiburón temible, intentó en sus últimos días propiciar un encuentro con Henry Frick, otro escualo de su misma edad y especie, y envió para ello a un amigo común con una carta en la que pedía un encuentro. Frick, que nunca hizo obras de caridad sino que se distraía coleccionando arte, contestó: “Dígale a Carnegie que nos veremos en el infierno, que es donde vamos a ir los dos”. Sabía lo que habían hecho.

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