La industria del porno
Hace tres décadas, los partidos políticos y las corporaciones mediáticas comprendieron que en la excitación permanente de sus bases y de sus clientes había grandes posibilidades de negocio
A las palabras “fascismo” y “terrorismo” les ocurre algo similar: les infligimos tales sobredosis de polisemia que hemos acabado convirtiéndolas en zombis, en cadáveres resucitados y sometidos a nuestro capricho. Ambos términos son parodias de sí mismos. Espectros posmodernos, capaces de adherirse a lo más terrible y a lo más ridículo. A veces, lo más terrible y lo más ridículo coinciden en un solo acontecimiento. Véase lo acaecido el miércoles en el Capitolio de Washington.
En cambio, hay fenómenos que retozan en un desierto semántico. Como, por ejemplo, la pornografía ideológica. Si hay una palabra para definir eso, la desconozco.
Me explico. La pornografía es un conjunto de representaciones cuyo objetivo consiste en estimular la excitación sexual del receptor. De una forma o de otra, el receptor paga por conseguir esa excitación. De una forma o de otra, el pornógrafo cobra por ofrecerla. La otra pornografía no busca la excitación sexual, sino ideológica, y también puede recurrir a representaciones realmente duras u obscenas para conseguirla. En la actualidad, la pornografía ideológica constituye una importante industria con muchos millones de consumidores.
Dentro de cada ciudadano, incluso del más ejemplar, hay fibras íntimas sensibles a determinados estímulos, cosas que en principio preferimos no exhibir en público. Cualquier persona de derechas, en las circunstancias adecuadas, segrega microgramos de dopamina ante ciertas palabras o imágenes. Lo mismo le ocurre a cualquier persona de izquierdas ante otras palabras o imágenes. Hablo de cosas feas: Franco, Stalin, la violación de alemanas por las tropas soviéticas, los fusilamientos de rojos, la humillación del pobre, la humillación del rico, material porno, qué quieren que les diga.
¿Cómo empezó la industria pornoideológica contemporánea? Resulta complicado responder a eso. Digamos que en algún momento, hará unas tres décadas, los partidos políticos y las corporaciones mediáticas comprendieron que en la excitación permanente de sus bases y de sus clientes había grandes posibilidades de negocio. Del mismo modo que con la pornografía sexual, el receptor empezó a disfrutar con el juguete. Luego apareció la adicción. Y, por fin, la confusión entre realidad y fantasía.
El florecimiento de la industria pornoideológica, favorecido (no originado) por las redes sociales, ha creado el panorama de hoy. La política ya no siente demasiado interés por la gestión de los asuntos colectivos, porque le es más rentable la construcción de fantasías erótico-ideológicas trufadas de sadomasoquismo: los rivales nos oprimen, quieren destruir lo que más queremos, tenemos que hacerles sufrir como nos hacen sufrir a nosotros y, en cuanto sea posible, acabar con ellos.
Evidentemente, el rival se convierte en enemigo y cualquier cosa que haga es ilegítima. Da lo mismo la realidad. El porno funciona como un universo cerrado y autosuficiente. De ahí que eso que llaman “relato político”, nada que ver con un programa, sea una novela cada vez más picante. De ahí que, en general (hay excepciones), la información (que siempre es un negocio o aspira a serlo) esté adentrándose sin escrúpulos en el ámbito de lo onírico y lo obsceno. Si el cliente quiere onanismo, se le echa una mano. Y se cobra por ello.
No vayamos a pensar que Donald Trump es el culpable de todo. Como cualquier oportunista con la desfachatez suficiente, se limita a aprovechar lo que hay. Mientras sigamos enviciándonos con el porno ideológico surgirán por todas partes otros farsantes peligrosos. Tenemos un problema.
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