El año en que conocimos a Baby Yoda
En 2020, un año marcado por el miedo, la cultura mostró más que nunca su capacidad para extraer belleza de la adversidad
Michael Herr, el gran cronista de las guerras de Indochina y guionista de Apocalipsis Now, escribió: “Vietnam fue lo que tuvimos en vez de una infancia feliz”. 2020, el año de la pandemia, ha sido uno de los periodos más desastrosos en tiempos de paz que ha vivido el mundo. El miedo —a la enfermedad, a la pérdida del trabajo, a la pobreza, a la soledad, a la situación de las personas mayores y de nuestros familiares, incluso a la posible ausencia de suministros básicos (sí, habíamos visto demasiadas películas de zombis)— marcó los primeros meses de un año que fue una especie de Vietnam colectivo. Luego nos fuimos acostumbrando a convivir con la enfermedad, a las mascarillas, a los geles, a los calentadores en las terrazas, todo ello en medio de cifras intolerables de ingresados en la UCI y fallecidos. Sin embargo, en medio de este desastre colectivo, fuimos capaces de encontrar un espacio para nuestras infancias felices.
2020 fue el año en que los sanitarios se convirtieron en los héroes cívicos de una sociedad espantada, pero también lo hicieron los cajeros, carteros, mensajeros, panaderos, policías, farmacéuticos, todos los que dieron un paso adelante en los tiempos más inciertos. También fue el año en el que la democracia demostró su resistencia con la victoria de Joe Biden sobre Donald Trump, el presidente que hizo todo lo posible para acabar con las instituciones de EE UU. Los comicios estadounidenses no solo auparon a Biden, sino también a Kamala Harris, la primera vicepresidenta. Su futuro Gabinete contará con muchas primeras veces: resulta especialmente emocionante que una nativa americana, Deb Haaland, de la nación Laguna Pueblo, vaya a formar parte de él. Harris, de ascendencia jamaicana e india, y Haaland, que hace 15 años ni siquiera tenía domicilio fijo, muestran el avance de la diversidad en una sociedad en constante cambio, una transformación que aterroriza a ultras como Trump.
Este fue también un año en el que Europa se dio cuenta de que Angela Merkel era una líder global capaz de hablar de la pandemia mirando a los ojos a los ciudadanos; en el que redescubrimos el ajedrez gracias a la serie Gambito de dama —se agotaron los tableros en Amazon en varios países— y en el que no renunciamos al placer de leer.
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, decretó el estado de alarma el 13 de marzo y anunció el encierro inmediato de la población, una medida sin precedentes, que habíamos contemplado con una extraña sensación de ajenidad cuando ocurrió primero en China y luego en el norte de Italia. En medio de esa situación terrorífica e irreal, el 20 de marzo llegó por fin a España la serie basada en la saga de Star Wars The Mandalorian, con una criatura que rápidamente se convirtió en un símbolo global del buen rollo, Baby Yoda. Este pequeño bicho verde de orejas puntiagudas circuló a toda velocidad por las redes sociales desde que la serie se estrenó en Estados Unidos, en noviembre de 2019, pero en España aterrizó en el mejor momento posible, que en realidad era el peor, en medio de la negrura del primer confinamiento.
Aparte de confirmar la infinita capacidad de comercialización de sus productos que ha logrado Disney —dueña de los derechos de la saga Skywalker—, la amistad entre un cazador de recompensas y un gnomo con poderes en una galaxia muy lejana encarna el poder curativo que la creación cultural tuvo sobre un año funesto. Fue una temporada de salas de cine y teatros medio vacíos, que abrieron cuando pudieron y casi siempre con taquillas decepcionantes, pero también de Patria y Antidisturbios —dos cumbres de la ficción televisiva española—; de El infinito en un junco, el ensayo de Irene Vallejo que se lee como una novela de aventuras (editado en 2019, pero que despegó cuando todos estábamos en casa); de la cuarta temporada de The Crown, la serie de Netflix que demostró que la ficción moldea la realidad y no al contrario.
Algunas orquestas lograron auténticas hazañas de teletrabajo: el 25 de abril, la Metropolitan Opera de Nueva York retransmitió en vivo a través de Internet una gala de cuatro horas, en la que decenas de artistas cantaron y tocaron desde todo el mundo. El concierto tuvo su cenit en la interpretación, por más de 90 músicos y cantantes —cada uno desde su domicilio— del Va, pensiero, de la ópera de Verdi Nabucco. La interpretación en la misma gala por 40 músicos del Intermezzo de Cavalleria Rusticana, esa pantalla partida en cuadraditos, se ha convertido en uno de los testimonios más emocionantes de la capacidad humana para extraer belleza de la adversidad.
La pandemia trajo profundos cambios en las ciudades, que se llenaron de silencio e incluso de animales salvajes: los vídeos de jabalíes paseando por varias urbes españolas se hicieron rápidamente virales. Los canales de Venecia se limpiaron por primera vez en mucho tiempo y aparecieron delfines en un Bósforo libre de ferris. Nunca se había producido una reducción tan radical de los niveles de contaminación. En las primeras semanas de mayo, cuando se acabó el confinamiento, se dispararon las ventas de bicis y algunas ciudades, como París, cambiaron para siempre y los coches dejaron de reinar sobre las calles. Otros lugares, como Madrid, se convirtieron en una excepción mundial con una resistencia sorprendente a la movilidad ciclista, cual aldea gala de los humos podridos y el uso del coche.
La pandemia fue capaz de detener el mundo, pero no la sociedad, ni tampoco la injusticia. Estados Unidos vivió en mayo y junio las peores revueltas raciales en décadas tras el asesinato de George Floyd cuando era detenido por la policía. Como ocurrió con el movimiento MeToo, las protestas de Black Lives Matter (las vidas negras importan) mostraron que el rey estaba desnudo y que millones de ciudadanos de EE UU se negaban a aceptar que el racismo y la brutalidad policial formasen parte de su vida cotidiana como algo inevitable.
Nadya Tolokonnikova, una de las fundadoras del grupo ruso Pussy Riot, resumió un año de luchas en un artículo en The New York Times: “Black Lives Matter tendrá una profunda influencia en la forma en que vemos la justicia en 2021 y más allá. La justicia debe significar justicia racial. También debe significar justicia económica, justicia de género y justicia ambiental. Los movimientos sociales de masas nos enseñaron a hacernos grandes preguntas y a imaginar un futuro mejor”. Tal vez ese haya sido el gran legado del funesto 2020, la esperanza. Porque este fue el año de la pandemia, pero también el año en que la ciencia, a través de vacunas logradas en un tiempo récord, empezó a derrotar a la pandemia. Al final, 2020 fue el año del futuro.
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