Necesitamos funerales para despedirnos, y otras lecciones de la pandemia
¿Qué aprenderemos de la crisis del coronavirus? Edgar Morin, uno de los filósofos contemporáneos más brillantes, busca a sus 99 años respuestas en su último libro, del que ‘Ideas’ publica este extracto
Lección sobre la incertidumbre de nuestras vidas
La epidemia y sus consecuencias nos han proporcionado (...) un festival de incertidumbres que aún durará. Son incertidumbres en cuanto al origen del virus, a su muy desigual propagación, a sus mutaciones, a los tratamientos, al mejor método para protegerse de él (confinamiento, test masivos, mascarilla y rastreo), a su eventual desaparición o su regresión al estado endémico, a sus consecuencias políticas, económicas, sociales, nacionales y planetarias. Eso nos incita a reconocer que, incluso oculta y reprimida, la incertidumbre acompaña la gran aventura de la humanidad, cualquier historia nacional, cualquier vida “normal”. Pues toda vida es una aventura incierta: no sabemos de antemano cómo serán nuestra vida personal, nuestra salud, nuestra actividad profesional, nuestros amores..., ni cuándo se producirá, aunque sea cierta, nuestra muerte. Sin duda, a causa del virus y las crisis que provocará, tendremos más incertidumbres que antes y debemos prepararnos para convivir con ellas
Lección sobre nuestra relación con la muerte
La modernidad laica había arrinconado el espectro de la muerte, que solo la fe en la resurrección de los cristianos exorcizaba. En Francia, al igual que en Europa occidental, setenta y cinco años de paz y de aumento de la esperanza de vida habían ocultado una muerte que solo reaparecía por un tiempo en las familias que estaban de luto. De pronto, el coronavirus ha suscitado la irrupción de la muerte personal, que la inmediatez de la vida cotidiana tenía hasta ahora relegada al futuro. La ciencia biológica y la medicina, pese a su arsenal de remedios y vacunas, se han encontrado desarmadas frente al misterioso virus mortífero. Todos los días hemos contado los muertos, lo cual ha mantenido —cuando no acrecentado— el temor a su inmediatez, a pesar de que la tasa de letalidad del coronavirus es inferior al 3% de los casos infectados.
El confinamiento ha dejado trágicamente solos a los agonizantes intubados o enchufados a un respirador, sin una mano cariñosa que les sostuviera la suya. Ha impedido a cónyuges, padres e hijos acompañar a los seres queridos en sus últimos días. El confinamiento ha suprimido la ceremonia fúnebre y ha obligado a entierros casi clandestinos. Este vacío nos recuerda cruelmente que la muerte de un ser amado necesita acompañamiento hasta el entierro o la cremación. Los supervivientes necesitan compartir su dolor en comunión con otras personas. Necesitan ritos de despedida y una ceremonia colectiva que suele comportar una comida. La falta de ceremonia consoladora ha hecho sentir, incluso a los laicos como yo, la necesidad de rituales que hacen revivir intensamente en nuestras mentes a la persona fallecida y atenúan el dolor en una especie de eucaristía.
Lección sobre nuestra civilización
Nuestra civilización nos incita a llevar una vida extravertida, orientada hacia fuera y hacia el exterior, los transportes, el trabajo, los bares, los restaurantes, las reuniones, los viajes. Unos se paran delante de los escaparates de ropa, otros, delante de los puestos de comida, y deambulamos golosos por los grandes almacenes y los centros comerciales, atraídos por una rebaja, seducidos por un abalorio, una golosina o un gadget. Los anuncios en la televisión y hasta en los vídeos de YouTube provocan una pulsión de compra, soñar con un coche, un crucero o una isla tropical.
El confinamiento nos ha recluido brutalmente dentro de nuestras casas, y a veces nos ha empujado dentro de nosotros mismos. Para todos los que no se ven reducidos a la pobreza, las condiciones del confinamiento, al disminuir nuestras compras a lo indispensable, nos han mostrado que muchas cosas superfluas nos habían parecido necesarias. Al no poder obedecer ya a las pulsiones de compra, hemos podido percibir la intoxicación consumista que nuestra civilización ha fomentado. Al vernos obligados a cambiar nuestro modo de consumo, hemos preferido lo esencial a lo inútil, la calidad a la cantidad, lo duradero a lo desechable. Lo cual nos invita a reflexionar sobre una civilización que incita permanentemente al consumo indiscriminado.
Lección sobre el despertar de la solidaridad
Las múltiples muestras de solidaridad que han aparecido durante la pandemia han revelado las carencias de dicha solidaridad en la llamada situación “normal”, unas carencias provocadas por el propio desarrollo de nuestra civilización, que reduce enormemente la solidaridad bajo el efecto de un individualismo cada vez más egoísta unido al efecto de una compartimentación social cada vez más fraccionada. De hecho, la solidaridad estaba adormecida en cada uno y se ha despertado con la desgracia vivida en común. Para colmar la carencia de los poderes públicos, hemos visto surgir gran cantidad de actos e iniciativas solidarias: producción alternativa a la falta de mascarillas por parte de empresas reconvertidas, confección artesana o doméstica, agrupaciones de productores locales, entregas a domicilio gratuitas, ayudas mutuas entre vecinos, comidas distribuidas a los sintecho, vigilancia de niños y contactos mantenidos en las peores condiciones entre profesores y alumnos. Hemos visto resurgir, aunque sea de forma simbólica, la solidaridad nacional, cuando Italia cantaba su himno desde los balcones, cuando Francia, Bélgica, España y tantos otros países aplaudían todas las tardes a sus sanitarios. Y en los países meridionales, sobre todo, donde la solidaridad tradicional aún está viva, esta se ha multiplicado gracias a todo tipo de ayudas mutuas.
La crisis también ha estimulado multitud de iniciativas, que han buscado distintos remedios a los males que la pandemia ha provocado o exacerbado. Textos de intelectuales, de científicos, de médicos, declaraciones, sugerencias, llamadas de artistas solidarios y también reflexiones y propuestas de ciudadanas y ciudadanos para diagnosticar, pronosticar y exponer las bases de una nueva política destinada a reformar y hasta a transformar la sociedad (...).
Lección sobre la naturaleza de una crisis
Una crisis, más allá de la conmoción y la incertidumbre que suscita, se manifiesta porque pone en entredicho las regulaciones de un sistema que, para mantener su estabilidad, inhibe o reprime las desviaciones (feedback negativo). Durante la crisis, esas desviaciones, que dejan de reprimirse o se propagan (feedback positivo), se convierten en tendencias activas y, si se desarrollan, amenazan con desregular y bloquear el sistema en crisis. En los sistemas vivos, y sobre todo sociales, el desarrollo vencedor de las desviaciones llevará a transformaciones, regresivas o progresivas, y a veces hasta a una revolución. Así, por ejemplo, la crisis de 1929 llevó al poder en la democracia alemana a un partido pequeño y totalmente marginal desde su creación en 1920, cuya desviación se convirtió en una fuerza histórica aterradora. Inversamente, la crisis del totalitarismo comunista en Checoslovaquia llevó al poder en 1989 a un intelectual disidente que había pasado años en prisión, Václav Havel.
La crisis en una sociedad desencadena dos procesos contradictorios. El primero estimula la imaginación y la creatividad en la búsqueda de soluciones nuevas. El segundo puede traducirse en el intento de volver a una estabilidad anterior o en apuntarse a una salvación providencial. Las angustias provocadas por la crisis suscitan la búsqueda y la denuncia de un culpable. Este culpable puede haber cometido errores que han provocado la crisis, pero también puede ser un culpable imaginario, un chivo expiatorio que hay que eliminar.
Edgar Morin (París, 1921) es filósofo y sociólogo, autor de ‘Para una política de la civilización’ o 'Breve historia de la barbarie en Occidente’. Este es un extracto de ‘Cambiemos de vía. Lecciones de la pandemia’, publicado por Paidós este 30 de octubre.
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