Una sensación familiar
Cada país tiene lo suyo y nosotros nos amargamos especialmente con una crónica falta de planificación, una inexplicable querencia a la chapuza y los inútiles en los despachos
Es estremecedor pensar que una decisión irresponsable, o tomada a la ligera, por motivos banales, o una carambola de acontecimientos, puede colocar a la persona más nefasta en el peor momento en el lugar menos adecuado. No sé en quién estarán pensando, pero recordemos a George W. Bush. En 2001 le tocó el 11-S, que no estaba previsto. No sé si Al Gore, de haber ganado aquellas elecciones —fue el más votado, pero las perdió—, hubiera hecho lo mismo, pero tal vez no. Y entonces quizá no habríamos visto la invasión de Irak, ni luego la guerra de Siria, ni el Estado Islámico, ni millones de refugiados escapando a Europa, ni miles de ellos ahogándose en el intento.
La historia está bien surtida de personajes negados, irremediablemente extraviados, y ya el día que empezó el diluvio universal seguro que alguien diría que eso eran solo cuatro gotas. El almirante que debía guiar la Armada Invencible en 1588 murió de repente y fue sustituido a toda prisa por el duque de Medina Sidonia, que no tenía experiencia naval, no quería y además dijo que en el mar se mareaba. Cada país tiene lo suyo, naturalmente, y nosotros nos amargamos especialmente con una crónica falta de planificación, una inexplicable querencia a la chapuza y los inútiles en los despachos. Parece una maldición ibérica que se cierne sobre nosotros en los peores momentos, o también en un momento cualquiera. Como en 1920, cuando el nuevo comandante general de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, se lanzó a lo loco a ocupar Marruecos por su cuenta, sin conocer el terreno y con un ejército precario. Es entrañable recordar que entonces el gasto militar era el 35% de los presupuestos, pero había un oficial por cada cuatro soldados, casi todo se iba en salarios, y en Marruecos también robaban el dinero y comerciaban con víveres y armas. La guerra, por otra parte, era algo que solo interesaba a los empresarios con intereses en la zona, entre ellos el propio Alfonso XIII. La lenta masacre de las tropas españolas mientras se retiraban es el llamado desastre de Annual. Murieron más de 9.000 soldados. Al rey, que había alentado el despropósito, le pareció fatal que se pagara por el rescate de 375 supervivientes. Reflexionó así: “¡Qué cara es la carne de gallina!”. El día que llegaron no quiso ir a saludarles y se fue de caza.
En 1936, el día de la sublevación de Franco, el presidente del Gobierno de la República era Santiago Casares Quiroga. Ya le habían ido avisando en los meses previos de que se preparaba una conspiración, pero no hizo ni caso. “¡No toleraré tus arrebatos menopáusicos!”, le dijo a Indalecio Prieto, que estaba muy inquieto. Un día le pararon en las Cortes los periodistas para decirle que estaba a punto de estallar un levantamiento y contestó: “¡Que se levanten! Yo en cambio me voy a acostar”. El día de la rebelión llamó a su amigo Negrín y le tranquilizó: “El Gobierno es dueño de la situación. Dentro de poco todo estará terminado”. Tomó más decisiones equivocadas y perdió mucho tiempo el mismo 18 de julio. Al menos dimitió por la noche. Tal vez el golpe de Estado no habría triunfado, nunca lo sabremos. Sí sabemos lo que pasó después, y los años siguientes.
¿Qué está pasando ahora? Sinceramente, ya ni idea, pero el caos en Madrid resulta extrañamente familiar, reconocible como una vieja manía de casa que hacía tiempo que no recordabas. Con lo que se avecina, y coincidiendo con la llegada del frío, uno saca el edredón del armario para ponerlo en la cama y dan ganas de meterse debajo con una linterna y un libro, hibernar como un oso pardo y no salir hasta primavera.
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