Los fundamentalistas que creen que el coronavirus es un castigo de Dios
La pandemia reabre el debate de la relación entre ciencia y religión. ¿Es la religión un obstáculo para los avances de la ciencia? ¿Deben ser independientes entre sí? ¿Es posible el diálogo y la cooperación entre ambas?
Con motivo de la actual pandemia ha vuelto a plantearse el viejo problema de la relación entre ciencia y religión, con tendencias encontradas entre quienes consideran que ambas son incompatibles, quienes reducen la incompatibilidad a la que se produce entre ciencia y superstición, quienes creen que la religión es un obstáculo para los avances de la ciencia, quienes defienden la autonomía e independencia de ambas y quienes, en fin, son partidarios del diálogo y la cooperación.
La posición extrema es la de los creyentes fundamentalistas que interpretan la pandemia como un castigo que Dios manda a la humanidad por su maldad, por haberse apartado de la religión y por el ateísmo cada vez más extendido. La respuesta la encuentran en la vuelta a la religión y a la fe en Dios, desconfiando de la ciencia, dándole la espalda o, al menos, dudando de su eficacia. Dos ejemplos de tal actitud ante la pandemia son Salvini y los evangélicos que apoyan a Bolsonaro. Salvini apela al Corazón Inmaculado de María para derrotar al virus “porque la ciencia sola no basta”. En Brasil las mega-iglesias evangélicas mantienen abiertos sus templos durante la pandemia, acogiéndose a un decreto de Bolsonaro, que considera los actos religiosos como “servicios esenciales”, poniendo en peligro la vida de los miles de fieles que asisten a dichos actos.
Sus pastores minusvaloran la gravedad del coronavirus, desconfían de la ciencia y proponen como alternativa la fe. El obispo Edir Macedo afirma que el coronavirus es una estrategia de Satanás para infundir miedo, pánico, terror, que solo afecta a las personas sin fe y propone como antídoto el “coronafe”, eficaz únicamente para quienes creen firmemente en la palabra de Dios. Bolsonaro llegó a hacer exorcismos contra el coronavirus ante un grupo de evangélicos que lo esperaban a las puertas del palacio presidencial.
Los recursos que creen más eficaces ante escenarios dramáticos como el que estamos viviendo son pedir la intervención de Dios para que haga un milagro, la práctica de los rituales religiosos en sus formas mágicas más que como celebración festiva de la vida, experiencia comunitaria del compartir y relación personal, gratuita y no venal con la divinidad. Esta actitud es la que, sin duda, más daño hace a la religión y mayor alejamiento de ella produce.
Tanto el materialismo científico como el fundamentalismo religioso coinciden en afirmar la existencia de un conflicto insuperable entre ciencia y religión, que lo presentan con frecuencia con la metáfora de “guerra”. En ambos casos estamos ante una distorsión de la ciencia. El materialismo científico dice partir solo de teorías científicas, pero en realidad incurre en pretensiones filosóficas. El fundamentalismo religioso va más allá del ámbito teológico y reclama autoridad en cuestiones científicas. A su vez, la consideración metafórica de “guerra” ofrece una idea inadecuada tanto de la ciencia como de la religión y de la relación entre ellas. Ciencia y religión han ejercido una gran influencia en la humanidad y en la naturaleza. No pueden, por tanto, desconocerse, ni caminar en paralelo, y menos aún entrar en confrontación, ya que cualquiera de esas posturas perjudicaría gravemente y por igual a los seres humanos y a la naturaleza. Han sido fenómenos culturales presentes en la historia en permanente interacción desde sus albores hasta nuestros días, unas veces en conflicto y otras en cooperación.
Matteo Salvini apela al Corazón Inmaculado de María para derrotar al virus “porque la ciencia sola no basta”
Momentos privilegiados de relación armónica entre filosofía, ciencia y religión fueron la antigüedad griega, los autores cristianos de los primeros siglos de la historia del cristianismo y los momentos de mayor esplendor del islam con los encuentros entre filósofos, científicos, teólogos, juristas, durante el “paradigma Córdoba”, precursor del Renacimiento europeo, etc.
Ciencia y religión son distintas formas de acercamiento a la realidad, que no tienen por qué competir ni excluirse la una a la otra. Son sistemas sociales complejos que tienen su propia metodología, agrupan diferentes experiencias individuales y colectivas y dan lugar a dos tipos de comunidades humanas con sus diferentes patrones de comportamiento y sus códigos de comunicación: la comunidad religiosa y la comunidad científica en interacción con la sociedad. Ninguna de las dos puede ni debe recluirse en su propio caparazón haciendo oídos sordos a las inquietudes, problemas y desafíos del mundo en que viven, entre otros, la dialéctica pobreza-riqueza, crecimiento económico-retroceso ético, degradación del medio ambiente-ecología, guerra-paz, patriarcado-liberación de la mujer, armamento nuclear-desarme, globalización-alterglobalización y Norte global-Sur global. Ambas tienen responsabilidades irrenunciables en la respuesta a dichos problemas, muchos de ellos provocados por sus propias comunidades, como el mal uso de la energía nuclear o las guerras de religiones. La colaboración en estos temas es más necesaria que nunca. De su implicación en la respuesta a estos problemas y a otros que afectan a la humanidad depende en buena medida su prestigio o desprestigio, relevancia o irrelevancia, credibilidad o pérdida de la misma. Depende el futuro de la humanidad y del planeta, según se guíen por la justicia o la barbarie, la cooperación o competitividad, la solidaridad o el darwinismo social, el cuidado de la casa común o su maltrato.
El modelo correcto de relación entre ciencia y religión tiene que ser el de la colaboración e interacción crítico-constructiva, en la que cada una se ubica en su propia esfera al tiempo que abandona todo intento de absolutización, ya que ninguna puede presumir de tener el mapa de la verdad. La religión debe dejarse iluminar por los conocimientos de la ciencia, y la teología ha de tener en cuenta las aportaciones científicas. La ciencia puede verse enriquecida con el ethos de la compasión que ofrece la religión. Pero ¿qué ciencia? No la arrogante y aristocrática, que selecciona a quienes tiene que curar en función de sus posibilidades económicas, sino la que está al servicio de la salud y el bienestar de la ciudadanía, especialmente de los más vulnerables. ¿Qué religión? No la dogmática, autoritaria y patriarcal, sino la que escucha el grito de las personas empobrecidas y de la tierra depredada y responde con actitud solidaria hacia las víctimas. ¿Qué Dios? No el todopoderoso y supremacista, sino el “Dios activista de los derechos humanos”, el subalterno, que se enfrenta con el Dios invocado por los opresores, según la propuesta de Boaventura de Sousa Santos. En la novela de Camus La peste, tras los desencuentros entre el jesuita Paneloux y el doctor Bernard Rieux, este le dice al jesuita: “Estamos trabajando juntos por algo que nos une más que las blasfemias y las plegarias. Esto es lo único importante... lo que yo odio es la muerte y el mal, usted bien lo sabe. Y quiéralo o no, estamos juntos para sufrirlo y combatirlo”. Esa es, creo, la función de la ciencia y de la religión en esta pandemia y después.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es ‘Hermano Islam’ (Editorial Trotta).
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