Qué fue de Baby Jane
La demonización del capitalismo ha pasado a segundo plano; el objetivo de hoy es sobrevivir
Entre el final de la Gran Recesión y el inicio de la pandemia asesina de la covid-19, hubo un pequeño intersticio de tiempo en el que se plantearon algunas iniciativas curiosas para reformar el capitalismo a través de las empresas. Un capitalismo que se encontraba en uno de los peores momentos de su reputación. El semanario The Economist publicaba un sondeo en el que destacaba el descenso del apoyo al capitalismo entre los jóvenes en EE UU.
Entre esas iniciativas había una que trataba de matizar al gurú de la libre empresa, el Premio Nobel de Economía Milton Friedman, líder intelectual de la Escuela de Chicago. En los años sesenta, Friedman había escrito en su libro Capitalismo y libertad, y en abundantes artículos de divulgación, que “la principal responsabilidad social de la empresa es generar beneficios” y que los incentivos de sus directivos, los gestores, se habían de mantener estrechamente vinculados a la cotización de la acción: el cortoplacismo empresarial. Nada de responsabilidad social. Los “revisionistas” entendían que las empresas debían cumplir las leyes y las regulaciones existentes, pero también adecuar sus comportamientos a las nuevas exigencias sociales (atención a sus empleados, a los clientes, proveedores, comunidades en las que están presentes, etcétera), manteniendo sus aspiraciones de rentabilidad en el largo plazo. Las empresas también debían actuar mirando por el rabillo del ojo a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, igualdad de género, trabajo decente, reducción de las desigualdades, acción por el clima…).
El movimiento “revisionista” lo arrancó el exdecano de la Escuela de Negocios de la Universidad de Oxford Colin Mayer cuando declaró que la ambición de directivos y accionistas ponía en riesgo a la empresa. Mayer animaba a las empresas a recuperar o redefinir el propósito perdido (contribuir a resolver necesidades de su sociedad) y les recordaba que tenían la responsabilidad de ser transparentes y contribuir con una parte de sus beneficios a luchar contra la pobreza y la desigualdad, utilizando la energía no contaminante. El profesor oxoniense fue seguido por una treintena de científicos sociales de la British Academy que firmaron un manifiesto en el mismo sentido.
Pero el aldabonazo mayor lo dio una institución estadounidense muy conservadora, la Business Roundtable, defensora de la ortodoxia de las fuerzas del mercado y del papel de los directivos en las grandes compañías, a la que pertenecen casi 200 grandes empresarios de EE UU, representantes de la totalidad de los sectores productivos. Su presidente, Jamie Dimon, principal ejecutivo de JP Morgan Chase y un mito en el mundo empresarial, anunció un cambio de orientación respecto de los fines que habían asumido las compañías (la primacía del accionista), incorporando los intereses del resto de grupo de interés de las compañías (stakeholder capitalism). Dimon mantuvo la mención explícita a la rentabilidad pero, además de citarla en último lugar, precisó que es en el largo plazo en donde se debe alojar esa aspiración de rentabilidad.
El brutal desarrollo de la pandemia del coronavirus ha enterrado al movimiento “revisionista” empresarial, como tantas otras cosas. La retórica del mismo continúa (muchas de las declaraciones de los líderes empresariales en estos tiempos abundan en ello) pero la práctica no la acompaña (véase lo ocurrido, por ejemplo, en Nissan o Alcoa). Pronto hará un año de la resonante declaración de la Business Roundtable, y nada se ha sabido de la práctica de sus intenciones. Ya sabemos que no es que la compasión y un cierto sentido de la cohesión hubieran llegado de repente a sus almas, sino que trataban de neutralizar una demonización del capitalismo que ahora se ha detenido ante otras prioridades más urgentes (sobrevivir). Ese movimiento “revisionista” recuerda a la película de Robert Aldrich ¿Qué fue de Baby Jane?, en la que dos hermanas, Bette Davis y Joan Crawford, se convierten en estrellas infantiles de Hollywood. Con el paso del tiempo, una de ellas, Baby Jane, fue olvidada por el público para siempre, mientras las otra se convirtió en una actriz de éxito.
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