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La memoria borrada de la gripe española

La pandemia de 1918 marcó los locos años veinte, pero dejó poca huella en la literatura y las artes

Personal de la Cruz Roja sostiene camillas durante la pandemia de 1918 en San Luis (Missouri, Estados Unidos). En vídeo, la gripe española explicada en cinco claves.
Guillermo Altares

Los que sobrevivieron a la mal llamada gripe española, la peor pandemia de los tiempos modernos, no pudieron olvidarlo nunca. Sin embargo, durante décadas, la memoria colectiva aparcó aquella influenza, que mató entre 1918 y 1919 a decenas de millones de personas (entre 50 y 100 millones). La explosión económica y de creatividad de los años veinte siempre se ha relacionado con el final de la Primera Guerra Mundial, pero no con aquella pandemia que empezó en los estertores del conflicto. Apenas se escribieron libros sobre la gripe y los más importantes fueron más tardíos; tampoco, a diferencia de lo que ocurrió con la Gran Guerra, llegó al cine, un medio que arrancaba entonces; ni existen casi obras de arte (salvo un famoso cuadro del noruego Edvard Munch que se titula precisamente Autorretrato con gripe española).

Aquella tragedia permaneció anclada en cada uno de los que tuvieron contacto por ella, incluidos los escritores que definieron aquel periodo como Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, John Dos Passos o William Carlos Williams. Todos ellos la padecieron de una forma u otra, directamente o porque la sufrieron familiares cercanos. Son autores cuyas palabras marcaron el ritmo de los años veinte, el periodo del siglo XX que concentró los cambios más profundos en todos los aspectos de la sociedad, algunos positivos (como el voto femenino o los avances científicos y tecnológicos que mejoraron la vida cotidiana) y otros espeluznantes, como el auge del fascismo y el nazismo, que acabaron desencadenando el mayor desastre del siglo XX. Pero la pandemia no queda reflejada en sus grandes obras, a diferencia de la Primera Guerra Mundial o la propia era del jazz. Y no se tiene en cuenta como uno de los factores que desencadenaron aquella explosión de libertad y de creatividad, en medio de la que también se incubó el mal.

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Fotogalería: La gripe de 1918

“La pandemia de gripe de 1918-1919 parece desaparecer de la memoria cultural, aunque las personas que la vivieron coinciden de forma abrumadora en que nunca la olvidaron”, explica Elizabeth Outka, profesora de Literatura de la Universidad de Richmond (EE UU), que acaba de publicar un ensayo, Viral Modernism: The Influenza Pandemic And Interwar Literature (Modernismo viral: la pandemia de gripe y la literatura de entreguerras; Columbia University Press), en el que busca las huellas de la enfermedad en obras clave de la literatura de entreguerras como La señora Dalloway, de Virginia Woolf, o La tierra baldía, de T. S. Eliot (nunca como ahora ha sido tan cierto el primer verso de aquel poema: “Abril es el mes más cruel” o el famosísimo “Te mostraré el miedo en un puñado de polvo”).

Outka llama a este fenómeno de olvido “una tormenta perfecta de silencio” para la que encuentra dos grandes razones: “El momento en el que se produjo: la pandemia llegó justo cuando la guerra estaba terminando, y la gente ya estaba abrumada por el dolor y la pérdida, simplemente no podía soportar otra tragedia masiva”. La segunda, afirma, es la naturaleza de la enfermedad: la pandemia fue una lección de impotencia porque no había tratamientos ni curas: “El hecho de que el enemigo fuera invisible y de que no hubiera forma de enmarcar una muerte por gripe como un sacrificio heroico, a diferencia de las ocasionadas por la guerra, hacía que fuese mucho más difícil de procesar”.

En octubre de 1918, Josep Pla escribe: “La gripe hace estragos. La familia se ha tenido que dividir para ir a los entierros”

La historiadora y periodista Laura Spinney, autora del último gran libro sobre la gripe española, El jinete pálido (Crítica), también piensa que la memoria de aquel desastre está ahí, aunque escondida: “Cuando hablamos de los años veinte es imposible separar los efectos de la guerra y los de la pandemia. Pero sí deberíamos pensar que esta última también fue responsable de alguna de las cosas que cambiaron en aquella década”. El escritor e investigador John M. Barry, autor de The Great Influenza: The Epic Story Of The Deadliest Plague In History (La gran gripe: la épica historia de la plaga más mortal de la historia), un ensayo publicado en 2004 que alcanzó una gran repercusión y que, en cierta medida, volvió a abrir el debate sobre la pandemia, también cree que resulta casi imposible distinguir los efectos de la Gran Guerra y los de la pandemia. “El conflicto más mortal e inútil que se haya librado jamás no puede separarse de la pérdida inútil de vidas causada por la gripe, que también mató a adultos jóvenes como lo hizo la guerra. Creo que ambas cosas se mezclaron en los años veinte”.

Aunque no aparezca de forma explícita hasta libros posteriores como El ángel que nos mira (1929), de Thomas Wolfe, o, sobre todo, Pálido caballo, pálido jinete (1939), de Katherine Anne Porter, el fantasma de la pandemia sobrevuela los años veinte, sobre los que dejó una marca tan profunda como el conflicto, aunque mucho más ignorada. “Desde su enfermedad se había quedado con el cabello casi blanco”, escribe Virginia Woolf en La señora Dalloway sobre su protagonista, Clarissa. La novela, publicada en 1925, transcurre tres años después del final de la pandemia. La presencia de la enfermedad es todavía más evidente en La tierra baldía. “Son dos libros que pueden ser leídos a través de la lente de la pandemia”, explica Spinney. “Ambos autores contrajeron la gripe, aunque el caso de Eliot fue leve. Ambas obras captan muchas de las sensaciones corporales y emocionales de la pandemia: la enervación del cuerpo, la sensación de muerte en vida, la fragmentación, la forma en que los recuerdos sensoriales de la pandemia seguían regresando, como el constante tañido de las campanas, el aislamiento de la enfermería, la sed, el paisaje encantado por los cadáveres y mucho más”.

John M. Barry recurre a otro ejemplo para demostrar que la enfermedad persistió en la memoria de la gente. Cuando los nazis llegaron al poder en Berlín, explica, el novelista Christopher Isherwood comparó aquello con la propagación de una enfermedad infecciosa y dijo que “se podía sentir, como la gripe, en los huesos”. La literatura española también esconde referencias a la pandemia. La primera frase de El cuaderno gris, la obra maestra de la literatura catalana en la que Josep Pla relata el año 1918, reza: “Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la universidad”. El 18 de octubre de 1918, Pla escribe: “La gripe hace terribles estragos. La familia se ha tenido que dividir para ir a los entierros”.

Pero todo aquel dolor se esfumó. La Enciclopedia Británica de 1924 ni siquiera tenía una entrada dedicada a la gripe española y su ausencia del cine es clamorosa —llegaría a las pantallas con cierta repercusión en la segunda temporada de la serie Downton Abbey—. Asoma en la literatura de los años treinta para volver a esfumarse y el primer gran libro de investigación sobre la pandemia se publica en 1974: se trata de The Plague of the Spanish Lady (La plaga de la señora española), de Richard Collier, hoy casi imposible de encontrar (en Amazon Estados Unidos aparecen cuatro ejemplares de la primera edición y el más barato vale 80 dólares). Collier recopiló miles de testimonios sobre la gripe, entre otros, los del gaditano Antonio González Macías, entrevistado en 1972, que decía: “La gente llamaba a 1918 el año de la gripe, mucho más que el año en que acabó la guerra”. O los del malagueño Miguel Sandros Maldonado, que contaba: “Casi todos los lugares públicos, cines, teatros, salones de baile, clubes nocturnos, fueron cerrados, y esto causó un pánico general”.

Laura Spinney cree que nunca encontraremos una respuesta completa a aquel olvido colectivo, entre otras cosas porque es demasiado tarde para preguntar a los autores que ignoraron la pandemia, como Fitzgerald o Hemingway. Tal vez precisamente por sus obras, la visión general de los años veinte se alza como una fiesta continua, una especie de torbellino incesante que acabó estrellándose contra la realidad en el crash bursátil de 1929.

Pero fue un periodo mucho más complejo: una era creativa y transformadora, a veces para bien y a veces para mal, que refleja una sociedad que tuvo que recomponerse tras millones de muertos concentrados en un lustro. Y que también eligió recordar y olvidar a la vez.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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