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ideas | un asunto marginal
Columna
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El final del principio

Cuando esto amaine seremos los mismos. Menos, pero los mismos. Y cada uno irá a lo suyo.

Enric González
Trabajadores sanitarios del Hospital Gregorio Marañón aplauden a los vítores de los ciudadanos el pasado 2 de abril
Trabajadores sanitarios del Hospital Gregorio Marañón aplauden a los vítores de los ciudadanos el pasado 2 de abrilJuan Carlos Lucas/NurPhoto/Getty Images (NurPhoto via Getty Images)

Dicen que después de este desastre llegará el momento de los filósofos. Dicen que esta experiencia nos hará mejores, más solidarios y más capaces de apreciar lo que tenemos. Puede ser. El optimismo y la esperanza ayudan en los momentos difíciles. Yo tiendo a estar de acuerdo con el siempre brillante Javier Sampedro, que el otro día, en este diario, explicaba que ninguna pandemia y ninguna crisis han conseguido jamás alterar nuestras miserias. Cuando esto amaine seremos los mismos. Menos, pero los mismos. Y cada uno irá a lo suyo.

Ocurre, sin embargo, que las grandes sacudidas socioeconómicas tienen consecuencias políticas. No me refiero a histerias cutres como la que promueve estos días la ultraderecha española, sino a las ondas largas. Los efectos de la combinación entre la Gran Guerra (1914-1918) y la Gran Depresión de 1929 son bien conocidos: el comunismo y el fascismo estuvieron a punto de adueñarse del planeta, y el primero de esos fenómenos logró asentarse durante casi siete décadas.

Lo que aportó a nuestras vidas la crisis financiera de 2008 empieza a hacerse evidente. Rebrotaron con fuerza la ultraderecha, los populismos de ambos signos y el nacionalismo, al calor de una insatisfacción profunda y generalizada. Brexit, Trump, Orbán, Puigdemont, Podemos, Salvini, Vox, y dejamos la enumeración porque no es cuestión de hacer inventario completo, son frutos de aquella sacudida que Tony Judt examinó con lucidez en su obra casi póstuma, Algo va mal.

Es pronto para asegurarlo, pero todo indica que la pandemia dejará heridas mucho más graves que la crisis de 2008. Habrá que recomenzar y salir adelante como se pueda. En eso estaremos más o menos de acuerdo. El gran problema se reduce a una pregunta simple: ¿cómo? Esa es la pregunta con la que comienzan las grandes batallas ideológicas. Aún no atisbamos siquiera el final del principio. Eso llegará cuando salgamos y examinemos las ruinas que dejó el vendaval: la cifra colosal de muertos, el desempleo, las quiebras, las deudas. A continuación habrá que considerar en qué instituciones se puede confiar todavía. Y a qué personas se designa para organizar el desescombro. Así se configurará la nueva realidad.

Habrá quien espere un milagro como el ocurrido después de 1945: relativa armonía política, rápida recuperación económica y décadas de prosperidad. Hablamos de un milagro improbable. Primero, porque la batalla ideológica de entonces se había librado durante la guerra y había quedado ya provisionalmente resuelta: el capitalismo y el comunismo se dividieron el mundo. Segundo, porque esta vez no habrá que lanzar grandes proyectos de obras públicas con uso masivo de mano de obra: las infraestructuras siguen ahí, intactas. Tercero, porque ahora no están ni Washington ni Moscú (es un decir) para prestar dinero y patrocinar. Está Pekín. No es lo mismo.

En fin, paciencia. Lo suyo, hoy en día, es hacer lo necesario para que llegue el final del principio y la pandemia quede más o menos bajo control. A cada momento su afán. Y si cuando nos adentremos en el principio del final nos toca añorar los dulces días del confinamiento, los aplausos, las cacerolas y la muerte casi invisible (son muy pocos quienes ven físicamente la mortandad), ya nos arreglaremos. Qué tiempos.

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