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Ideas / un asunto marginal
Columna
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Cosas históricas

¿Con qué se puede comparar la crisis del coronavirus? Acaso, y de forma abstracta, con la II Guerra Mundial

Enric González
Vista aérea de la avenida 9 de julio en Buenos Aires durante la cuarentena impuesta el pasado viernes.
Vista aérea de la avenida 9 de julio en Buenos Aires durante la cuarentena impuesta el pasado viernes.RONALDO SCHEMIDT (AFP vÍa Getty)

La historia remota es fascinante. Pero, salvo para los muy embebidos en mitologías patrióticas, cuenta poco en nuestras vidas. Resulta mucho más trascendente la historia más contemporánea, la que vemos y sufrimos. La que nos hace como somos.

Trabajo en el periodismo y por tanto conozco bien la diferencia entre estar ahí o no estar ahí. Eso me inclina a pensar, a veces, que me he perdido experiencias colectivas fundamentales y que ya nunca podré entender del todo mi propio país. Repasando acontecimientos recientes, compruebo que durante aquella agonía estremecedora de Miguel Ángel Blanco (1997) yo vivía en París. Que lo del Prestige y el chapapote (2002) y las protestas contra la guerra de Irak (2003) lo seguí desde Washington. Que estaba en Roma cuando ocurrieron los terribles atentados del 11 de marzo de 2004. Que el movimiento popular iniciado el 15 de mayo de 2011 me pilló en Jerusalén. Y que durante la efímera declaración de independencia en Cataluña, en 2017, con sus acontecimientos anteriores y posteriores, vivía de nuevo en París.

La contemplación lejana (supongo que también la cercana) induce a la conclusión de que cada uno de estos eventos ha servido fundamentalmente para dividir un poco más a la sociedad española. Incluso con el pavor y el dolor del 11-M se abrieron trincheras.

Lo que ocurre ahora es en principio diferente. Mi familia está en cuarentena en Barcelona, yo estoy en cuarentena en Buenos Aires. De forma casi simultánea, el mismo acontecimiento se desarrolla en todo el mundo. No sé qué consecuencias tendrá este fenómeno.

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¿Con qué se puede comparar la crisis del coronavirus? Acaso, y de forma muy abstracta, con la II Guerra Mundial, en el sentido de que afectó de una forma u otra al conjunto del planeta. Fue mucho más cómodo sufrirla en Colombia que en Polonia, sin ninguna duda, pero nadie permaneció ajeno a sus consecuencias. Hay quien piensa que aquella atroz experiencia colectiva generó consensos importantes. En realidad, produjo lo contrario. Mientras una pequeña porción de tierra, la de Europa Occidental, empezaba a formar una comunidad de rasgos socialdemócratas, Alemania, Europa y el mundo estaban divididos en dos bloques irreconciliables. El telón de acero y la Guerra Fría duraron casi medio siglo.

Son indiscutiblemente hermosos esos momentos en que los vecinos aplauden desde ventanas y balcones, igual en Barcelona que en Buenos Aires, a los servicios sanitarios. O las pequeñas muestras de solidaridad entre los residentes de un mismo edificio. O los esfuerzos (canciones, conversaciones gritadas a distancia) por amenizar el tiempo ajeno y compartir amistosamente el encierro. Quizá no pueda decirse lo mismo acerca de lo pelmazos que pueden resultar algunos gracias a las redes sociales y la comunicación gratuita, pero, en fin, se valoran las buenas intenciones.

Conviene no olvidar, sin embargo, la capacidad humana para extraer de un mismo acontecimiento lecciones muy diferentes, ni de la tendencia de ciertas sociedades (la española y muchas otras) a refocilarse en la división y el enfrentamiento. No demos por sentado que todo esto aproximará a los unos y los otros. Quizá sí. Recordemos, en cualquier caso, que la historia es fricción y choque. Y lo que vivimos esta semana es Historia con mayúsculas.

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