Rumaan Alam: “En todo producto cultural estadounidense no hay nada más temible que un hombre negro”
‘Dejar el mundo atrás’, escrita en tres semanas febriles, es una de las novelas del año por la manera en que mezcla el fin del mundo con el racismo endémico.
En Dejar el mundo atrás (Salamandra), un cuento de hadas adictivo y deliciosamente apocalíptico, una pareja de Brooklyn –contable ella, profesor él– se topa con un curioso y nada invasivo fin del mundo al poco de instalarse en la casa que han alquilado para pasar el verano. Amanda, que así se llama ella, apenas ha tenido tiempo de coquetear con el cajero del supermercado, y de pasear desnuda por el jardín, mientras los niños chapotean en la piscina, cuando pierde la cobertura de su móvil. Él, Clay, ni ha salido de la casa cuando la televisión deja de funcionar. Se supone que ha habido un apagón en Nueva York, pero allí, a pocos kilómetros, hay luz. ¿Va en serio? Anochece y alguien llama a la puerta. Es una pareja mayor, de color. Iban de camino a la ciudad, dicen, cuando el mundo ha empezado a acabarse y han decidido que preferían quedarse en casa. Porque aquella, dicen, es su casa. Pero ¿lo es?
“Me gusta pensar en la novela como en una mezcla entre Adivina quién viene a cenar esta noche (1967) y Cementerio de animales (1983)”. El que habla es Rumaan Alam (Washington DC, 44 años), su autor. Hijo de inmigrantes bengalíes, empezó a escribir a los 38 años, y publicó un par de novelas confesamente autobiográficas protagonizadas por una mujer heterosexual blanca que, de alguna forma, era él mismo. Estaba peleándose con la tercera cuando él, su marido y los niños, Simon y Xavier, de entonces ocho y 11 años, alquilaron una casa muy parecida a la que alquilan Amanda y Clay en Dejar el mundo atrás. Y una relectura del citado clásico de Stephen King, sobre animales que resucitan pero también sobre peligros de la paternidad, puso en marcha en su cabeza un apocalipsis que pillase a una familia de vacaciones. Quería reflexionar sobre “el miedo a no poder proteger a tus hijos”, dice.
Está en su casa, en Brooklyn. Junto a él hay un montón de libros educadamente amontonados. Tras él, una pared repleta de lo que parecen personajes de cuentos infantiles. ¿Es cierto que escribió la novela en poco más de tres semanas? “Sí, al volver de aquel viaje me encerré en una habitación de hotel durante seis días. Terminé 120 páginas. Y tres semanas después, tenía el primer borrador listo”, responde. Cuando Amanda abre la puerta a los Washington, porque el supuesto anfitrión se llama nada menos que George Washington, lo primero que piensa es que no tienen pinta de que aquella sea su casa, que más bien parecen la clase de gente que limpiaría una casa así. ¿Era su intención cargar las tintas contra el racismo en su país, como hace desde el principio del libro? “No culpo a Amanda, es víctima de lo culturalmente establecido en Estados Unidos”, dice Alam. “Todo producto cultural que se realiza en este país está pensado para que no haya nada más temible que un hombre negro. Su racismo es una respuesta natural. ¿Quién es esa gente? ¿Qué está pasando ahí fuera? Ella solo piensa en proteger a sus hijos”, insiste.
En Dejar el mundo atrás, Alam formuló la novela pensando en el cambio climático pero ha acabado siendo alabada por crítica y público (Obama la colocó en su lista de lecturas de verano) como visionaria, pandémicamente hablando. “Sí, es una novela sobre lo frágil que puede resultar la civilización, y también sobre las nuevas generaciones, sobre hasta qué punto están mucho más preparadas que las nuestras para hacer frente ese futuro de incertidumbre. Nosotros estamos preocupados porque no les hemos dejado nada, y ellos se sienten afortunados por tener aún lo que tienen”, argumenta. Sonríe. Está orgulloso de sus chavales, dice. Y de los chavales de la novela.
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