La vulnerabilidad de las estrellas de hoy
El director de ICON, Daniel García, medita en su editorial de octubre sobre cómo admiradores e ídolos nos hemos ido acercando con los años
Como tantos, fui un niño mitómano. Me crié con la nostalgia de Hollywood que leía en mis mayores: Terenci Moix o los perfiles de Ricardo Franco sobre grandes de la pantalla que abrían cada fascículo del coleccionable Cinema. La historia del cine de EL PAÍS, que mi padre había encuadernado y yo me empollé mil veces antes de dormir. Recuerdo que mi primer trabajo protoperiodístico fue para clase de inglés, a los 12 años o así, sobre Marilyn Monroe: leí varias cosas que tenían mis padres por casa, textos de Franco, Moix y también un librito de 1974 editado en Argentina que hacía una interpretación sentida y pop de la desaparición de la actriz. Para esa generación, el suicidio de Marilyn en 1962 había sido como perder la inocencia de un capón. Para mí, un poco también: lloré muchísimo haciendo el trabajo. Nunca había pensado que detrás de mi ídola en Technicolor (mi favorita era Los caballeros las prefieren rubias) pudiera haber una historia tan triste.
He pasado las vacaciones de verano devorando Hollywood Babilonia, el adictivo concentrado de cotilleo hollywoodiense que Kenneth Anger publicó en 1965 (editado en España por Tusquets). ¿Sabían que Lupe Vélez murió, contrario a lo que se contó en la época, no dulcemente mecida por los somníferos que tomó para suicidarse sino atragantada por su propio vómito y embarazada de Gary Cooper? El nivel de trapos sucios era tan gore que el libro fue prohibido y la segunda edición tuvo que esperar diez años. Tampoco todo era verdad (como lo de Lupe Vélez), pero el cineasta y escritor no buscaba tanto la vergüenza de aquellos sobre quienes hablaba como la de una industria pacata, juzgona y cruel con sus propias estrellas. Eso y que a todos nos gusta leer las desgracias de quienes consideramos más afortunados que nosotros. En esta lógica, los dioses del Hollywood dorado solo podían esconder un infierno negrísimo e inconfesable.
No sé si hoy caben estrellatos como aquellos que fascinaron a nuestros padres y, de rebote, también a nosotros. Para empezar, los interesados tampoco parecen quererlo. Angelina Jolie se abrió una cuenta de Instagram el 20 de agosto y el 25 (fecha en que escribo estas líneas) tiene 9,6 millones de seguidores. Pero sus únicos dos posts no son selfis sino mensajes para la concienciación con los refugiados. Nuestros dos hombres de portada tampoco manejan la fama como lo hacía, no sé, Joan Crawford: una mujer que navegó por el régimen de los grandes estudios siendo más dura que ellos. Jaime Lorente (13,9 millones de seguidores) y Miguel Herrán (13,4) agradecen todo lo que les ha pasado, pero no tienen inconveniente en hablar de la vulnerabilidad que sienten al verse como piezas de una maquinaria gigantesca: la de La casa de papel, el histórico bombazo de ficción española que culmina ahora. Y, por supuesto, la de Netflix.
Hay algo que nunca dejará de conmoverme en que alguien comparta con nosotros lo que le pasa, y cómo esa lectura nos obliga a modular y reevaluar lo que pensábamos sobre esa persona. Supongo que es simple empatía. Justo lo que no había en el Hollywood antiguo y que hoy hemos aprendido a fuerza de comprender que miserias tenemos todos. Ricardo Franco ya lo decía en su texto sobre Marilyn: “No supo ser feliz, pero es que no es tan fácil, y si no me creen, salgan a la calle y pregúntenle a la gente, a los que no salen en los periódicos y en la televisión”.
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