Cómo Dirty Dancing pasó de ser ‘una peli para chicas’ a un clásico absoluto
La cinta protagonizada por Patrick Swayze y Jennifer Gray regresa a los cines 34 años después de su estreno, ahora replanteada como un clásico contemporáneo por quienes la vieron de pequeños
Dirty Dancing es una película feminista. Un éxito sorpresa que nadie quería hacer. Un fenómeno de público denostado por la élite intelectual. Pero eso ya lo sabe todo el mundo, porque la conversación cultural lleva una década reivindicando Dirty Dancing y exprimiéndola desde tantos puntos de vista que, para conmemorar su reestreno en los cines españoles el 26 de agosto, lo único que queda por decir sobre ella es que ya se han dicho demasiadas cosas sobre ella. Pero ahí va una más: Dirty Dancing es un producto perfecto para definir el estado actual de la cultura.
Hasta 43 estudios rechazaron el proyecto cuando sus productoras, Linda Gottlieb y Eleanor Bergstein (también guionista), intentaron encontrar financiación. Finalmente la empresa de vídeo Vestron Pictures accedió a producirla por cinco millones de dólares y ni uno más (el rodaje está lleno de anécdotas sobre cómo se las apañaron para reducir costes). Pero cuando se estrenó, en agosto de 1987, la historia de Baby Houseman (Jennifer Grey), una chica que en el último verano de su adolescencia aprende a mover las caderas con el bailarín Johnny Castle (Patrick Swayze), se convirtió en la película independiente más taquillera hasta aquel momento con más de 200 millones recaudados. Su banda sonora vendió 32 millones de copias, pasó cinco meses en el número 1 de Estados Unidos y dio lugar a una triunfal gira de conciertos. La cinta de VHS fue la primera de la historia en vender un millón de copias y eso que costaba casi 80 euros. Y precisamente gracias al vídeo, además de a sus constantes pases por televisión, Dirty Dancing se estableció como un clásico del cine popular, de los domingos por la tarde y, en especial, del denostado cine para chicas. Y ese parecía su lugar definitivo, hasta que en la última década se la ha instaurado en el canon cinematográfico.
El primer punto de inflexión para el prestigio de Dirty Dancing llegó en 2009 con la muerte de Patrick Swayze. Dos días después, la periodista Melissa McEwan proclamaba en The Guardian que Dirty Dancing era “una obra maestra feminista”. McEwan recordaba cómo al verla en el cine, cuando tenía 13 años, sintió “por primera vez que una película era un regalo personal” para ella y que le ofrecía “una narrativa subversiva contra todas las cosas” que solía escuchar. El artículo aplaudía la audacia con la que el guion aborda un momento clave en el paso a la madurez, cuando te das cuenta de que tu padre te ha inculcado unos valores que no se aplica a sí mismo, y también reivindicaba a Baby como una chica con principios que no temía plantarle cara a los hombres. “Me senté en el cine y vi a Baby Houseman elegir con entusiasmo tener sexo fuera del matrimonio, disfrutarlo, no arrepentirse y no sufrir trágicas consecuencias del karma”. Además de tratarse de un análisis sólido y argumentado, McEwan ponía en valor la película mediante una tesis que ella construía a través de su propia relación personal con la obra.
A finales de los 2000, la web de cultura pop Buzzfeed revolucionó el consumo de la información en internet tanto en formato (“7 razones para”, “9 momentos que”, “14 ejemplos de”) como en objeto de análisis: la línea editorial de Buzzfeed consistía en coger una película/serie/artilugio del pasado que todo el mundo vinculase con su infancia y tratarlo como si haberlo disfrutado en la infancia fuese algo excepcional. Cada día una nueva película favorita cumplía años y cuando en 2012 Dirty Dancing alcanzó su 25º aniversario internet lo celebró con una tanda de artículos que enumeraban todas las cualidades por las que “Dirty Dancing es mejor de lo que la gente recuerda”. La intención, claro, no era convencer a los escépticos, sino que los millones de admiradores de la película pinchasen en el link para regocijarse en lo que ya pensaban.
En 2015 la periodista británica Hadley Freeman editó Life Moves Pretty Fast (editado en España por Blackie Books con el título The Time of My Life y el subtítulo “Un ensayo sobre cómo el cine de los 80 nos enseñó a ser más valientes, más feministas y más humanos”). Encajaba en el espíritu del nuevo periodismo cultural online: desprejuiciado, antielitista, revisionista con las obras del pasado y reivindicativo de lo que tantas veces se ha despreciado como “baja cultura”. La generación de Freeman se había criado con el videoclub y ahora se hacía cargo de la conversación cultural.
“Pocas películas han sido tan infravaloradas e incomprendidas como Dirty Dancing”, aseguraba Freeman, que lamentaba que nadie hubiese entendido en su momento el feminismo de la película. La autora aplaudía cómo, sin dejar de ser una película sexy, veraniega y lúdica, se atrevía a abordar de forma adulta el sistema de clases, el machismo y conflictos morales como el aborto: la guionista se aseguró de que la trama de Penny, la amiga de Johnny que quiere abortar, estuviese tan integrada en la trama que el estudio no pudiese eliminarla.
“Defendía un cine considerado menor por ser para las masas y lo hacía mediante un discurso que luego hemos usado todos: aquellas películas con las que creciste y que adoras escondían un mensaje poderoso e inspirador”, explica la periodista Raquel Piñeiro. “Durante años, Dirty Dancing se consideró un objeto cultural de segunda por ser una película femenina, musical y adolescente. Pero la propia idea de lo que entendemos por calidad está marcada históricamente por una mirada muy masculina. Dirty Dancing siempre estará en desventaja contra La jungla de cristal”.
Como señala Elisa McCausland en su podcast Trincheras de la cultura pop, la reivindicación de la cultura popular se ha construido un fantasma contra el cual defenderse: la alta cultura y la élite intelectual. Sin embargo, la alta cultura y la élite intelectual nunca han sido tan irrelevantes como ahora: Mario Vargas Llosa dedicó un libro entero (La civilización del espectáculo) a lamentar esta progresiva pérdida de trascendencia..
McCausland apunta a la crisis económica de 2007 como detonante. Mientras la economía colapsaba, el pueblo sentía que la alta cultura había fallado en su doble función: ni supo cuestionar el sistema ni servía ya como ascensor social. Durante décadas los padres inculcaban a sus hijos la noción de que culturizarse les ayudaría a tener una vida mejor, pero la crisis de 2007 demostró que no era cierto. Toda esta crisis de valores desembocó en un refugio donde el tiempo no pasa, los cambios no ocurren y la incertidumbre no existe: la nostalgia.
Para cuando Dirty Dancing cumplió 30 años, en 2017, internet se volcó en la celebración. Muchos de los artículos, desde webs feministas hasta publicaciones de crítica cinematográfica o medios generalistas, la proclamaban ya sin paños calientes una obra maestra. Esta ola la impulsó a ocupar su nuevo y flamante estatus para la posteridad: la película clave en la educación sentimental de la generación de mujeres que, una vez adultas, liderarían el movimiento #MeToo. Uno de los artículos más leídos en España fue el de Piñeiro para Vanity Fair. “Resulta muy satisfactorio analizar Dirty Dancing porque hay mucho de dónde sacar y además resiste muy bien la revisión con una mirada actual” recuerda la periodista hoy, “Aplicarle una lectura de género no solo no arruinaba el recuerdo que teníamos de ella, como ocurre con la mayoría de cine de los ochenta, sino que lo elevaba”.
Dirty Dancing era sencillamente perfecta para ejercer ese rol simbólico de “clásico generacional del nuevo feminismo”. Llevaba toda la vida siendo menospreciada, lo cual imprime cierta épica a su instauración en el panteón cultural. Fue víctima de prejuicios machistas e intelectuales y, en definitiva, sufrió la misma condescendencia que sufren las mujeres. Además, tanto Melissa McEwan como Hadley Freeman y el resto de revisionistas reconocieron el factor sentimental en sus análisis e incluso señalaban el poder de una frase tan cursi como “No dejaré que nadie arrincone a Baby”. Dirty Dancing sirvió para reafirmar la identidad de la mujer como consumidora de cultura (y, por extensión, su identidad en general) tras años siendo ridiculizada. Nadie ha llamado nunca “placer culpable” a Los Goonies.
Bret Easton Ellis afirma, en su ensayo Blanco, que las obras culturales ya solo se valoran en función a su ideología, de manera que el arte importa menos que nunca. Internet inaugurado la era de lo emocional (no todo el mundo tiene inquietudes intelectuales, pero todo el mundo tiene emociones), en la que la respuesta sentimental y personal siempre parece más valiosa que la intelectual y colectiva. Pero esos sentimientos le han acabado imponiendo a la cultura popular una responsabilidad didáctica: no se habla de las obras en función a sus méritos artísticos, sino a si estamos de acuerdo con ellas o no. La crítica cultural bordea con la crítica moral.
Según Piñeiro, se trata de un paso más de la posmodernidad. “Antes tenías el objeto de estudio. Luego llegó el análisis que proponía ‘esto es un objeto de estudio que es consciente de que lo es’. Y ahora el autor ha pasado a formar parte del análisis y de la obra analizada. En la crítica cultural ha pasado lo mismo: se analizan las obras pasando por el yo. Hoy somos muy conscientes de que la verdad y la objetividad no existen y ya no disimulamos el filtro personal del narrador o del analista sino que lo utilizamos. En el caso de Dirty Dancing, como es una película tan importante a nivel emocional y sexual para toda una generación de mujeres, tiene mucho más sentido”, indica la periodista.
¿La convierte eso en un clásico? ¿Sobrevivirá su legado a la siguiente generación, ya sin apego emocional a Baby y Johnny? Y si la conversación cultural deja algún día de centrarse en los valores, el mensaje y el discurso de las obras, ¿volverá Dirty Dancing a ese rincón de “película simpática” que habitó durante sus primeros 20 años de vida? ¿O es su inscripción en el canon cinematográfico definitiva?
“Una buena comedia machista no es peor por ser machista. Es una buena película que aparte, es machista” analiza Piñeiro, “Dirty Dancing siempre ha sido igual de buena, solo que ahora resulta más interesante. Es buena porque funciona a la perfección, tiene un ritmo como un reloj, entiendes perfectamente a los personajes y le da un giro a los estereotipos. Está muy bien contada, por ejemplo a la hora de desarrollar a los verdaderos villanos, que son los hombres adinerados. La heroína es muy creíble y muy poco vista. Patrick tenía muchísimo carisma personal. Y la sensualidad, las canciones y la diversión son abrumadoras en cada escena. Pero por encima de todo, Dirty Dancing tiene esa magia de las películas que conectan con el público de manera especial. Es un factor inexplicable que no se puede analizar por más que se la examine. Siempre ha sido una de esas películas están por por encima de si son buenas o malas, de si envejecen bien o mal, de si tienen mensaje o no. Y lo seguirá siendo”.
Hace dos meses Blackie Books lanzó en España la edición de bolsillo del libro de Hadley Freeman. El subtítulo original (“Un ensayo sobre cómo el cine de los ochenta nos enseñó a ser más valientes, más feministas y más humanos”) pasó a ser sencillamente “Cómo el cine de los ochenta nos enseñó a ser feministas”. Y la portada, antes había un dibujo de la escena final, donde Swayze eleva a Grey, pasó a ser morada, código de color para identificar literatura feminista en las librerías. En la ilustración es Baby quien eleva a Johnny.
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