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Los lugares que importan
Columna
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Aquel largo viaje con Bob Dylan

Con Dylan me pasa lo que con ‘The Wire’: me parecen víctimas de unos admiradores muy pesados

Bob Dylan señala su ojo derecho en abril de 1965.
Bob Dylan señala su ojo derecho en abril de 1965.Doug McKenzie (Getty Images)
Elsa Fernández-Santos

Con Bob Dylan me pasa lo mismo que con The Wire, ambos me parecen víctimas de unos admiradores muy pesados entre los que por desgracia me encuentro. Cuando escribo esto, 24 de mayo, es el 80 cumpleaños de uno de mis ídolos absolutos, así que con algo de culpa he pasado el día escarbando en mi longeva y tópica relación con él. A Dylan me aficioné por mi tío José Manuel, el único hermano de mi madre. Mi abuela escuchaba a Julio Iglesias, mi madre oscilaba entre Joan Baez y Concha Piquer y mi padre no se movía de la Antología del Cante Flamenco de Caballero Bonald, tesoro que heredé y aprendí a valorar.

Pero entonces, los únicos gustos que me interesaban eran los de mi tío. Era cosmopolita, guapo y simpático, le gustaba la Fórmula 1 y me llevaba a las carreras de caballos. Estaba entrando en la adolescencia cuando mi tío se mató esquiando, también era un fanático de este deporte, y yo superé el trauma familiar encerrada en mi cuarto escuchando a Dylan. Julio Iglesias dejó de sonar, mi padre se llevó sus cosas y sus discos de flamenco, pero Dylan se mantuvo firme a mi lado.

Mi primer concierto suyo fue en el estadio Rayo Vallecano en 1984. Aún conservo la entrada, como las de todos los que vinieron después y que, como saben sus seguidores, se acabaron convirtiendo en retorcidos pulsos contra su alargada sombra. Pero aquel día las cosas aún eran sencillas y el plasta era Santana, que hacía de telonero y nos resultó interminable.

El tiempo se la juega a los ídolos de la adolescencia y Dylan también pasó sus años de barbecho, aunque no dejé de ir a sus conciertos ni de comprarme sus discos. Pero el reencuentro definitivo ocurrió hace no tanto. Hace 11 años, en un largo viaje en coche desde Chicago a Portland atravesando Estados Unidos. Nos enfrentábamos a horas interminables de carretera y tomamos una decisión que cambió el rumbo de la aventura: apuntarnos a la XM Satellite Radio y escuchar las sesiones del programa Theme Time Radio Hour, monográficos de una hora en los que el músico se centraba en temáticas variopintas: la luna, los trenes, California, el alcohol, el agua, el verano, la familia, el divorcio, el tabaco o la Biblia.

Con canciones que nunca eran suyas, infinitas anécdotas y sabios consejos de vida, muchas veces de estrellas invitadas como Marianne Faithfull, John C. Reilly o Elvis Cos-tello, el coche se convirtió en el mejor viaje. Como una auténtica Sherezade, Dylan nos embrujaba con mucho humor y muy buenas historias. Recuerdo despertarme una mañana en el asiento del copiloto rodeada de un campo gigante de flores amarillas cerca de un lugar indio que queríamos visitar, y escuchar uno de aquellos relatos con los que Dylan ilustraba su programa. El despliegue era brutal, detrás del músico había un equipo de 15 personas que trabajaban en la documentación y los guiones. Daba igual lo banal que podía parecer el tema, siempre aterrizaba en lugares importantes. Pero quizá lo más revelador de aquel reencuentro fue descubrir que camuflado entre rarezas discográficas y con su particular retranca, Dylan era un mitómano más que disfrutaba con leyendas y citas literarias, en el fondo y pese a todo no tan diferente a su legión de incómodos fans.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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