Breve guía para viajar solo sin quedarse con las peores mesas de los restaurantes ni las camas más pequeñas de los hoteles
Convertirse en un trotamundos solitario siempre ha sido una experiencia recomendable para encontrarse a uno mismo y enamorarse aún más de los lugares, pero ahora, cuando las medidas Covid aún siguen en activo, puede ser hasta un acto de responsabilidad
Yo pensaba que la próxima vez que viajara solo no me sentarían en el tablón. Así llaman en un restaurante de San Sebastián al que suelo ir en vacaciones a una mesa alta que hay junto a los baños. Tiene seis sillas y la utilizan para sentar a la gente que se presenta sin reserva, cuando el restaurante está lleno, y a quienes vamos allí a comer solos, esto último incluso cuando algunas de las mesas buenas están libres. En el tablón se come siempre con extraños, en medio de un silencio algo incómodo que algunos comensales interrumpen de vez en cuando, con frases de cortesía bastante tontas, y que otros protegemos como si fuera el fuego sagrado de las vestales, comiendo con los auriculares puestos para que nos dejen tranquilos.
Lo peor es cuando uno es el único extraño del tablón. Una vez que lo encontré vacío y pensé que lo tendría para mí entero, llegó un matrimonio con sus dos hijos y los sentaron conmigo. No habían reservado. Y eso que era una ocasión especial, cómo supe en cuanto empezaron a sacar regalos para el padre. Resulta que hay algo que da más vergüenza que el que tu familia te cante el cumpleaños feliz en un restaurante: oírselo cantar a la familia del desconocido que tienes al lado mientras apuras un guiso de garbanzos con setas de cardo.
El tablón, por si no suelen comer solos y no se han dado cuenta, existe con otras formas en muchos restaurantes del mundo donde no saben muy bien qué hacer con la gente solitaria. En uno al que fui en Nápoles es una mesita con ruedas mucho más baja y pequeña que las demás que los camareros normalmente emplean para cortar el pan, y en la que para estar cómodo a mí tendrían que haberme cortado las piernas por debajo de la rodilla. En otro de París, el dueño no ha encontrado la manera de transformar a los solterones en langostas como en la película de Yorgos Lanthimos, así que lo que hace es sentarles en una mesa que hay colocada a solo dos pasos de la escalera que baja a los cuartos de baño.
Las razones del tablón
Entiendo perfectamente las razones del tablón. Sin embargo, no las comparto. Muchos restaurantes (ojo, no todos, otros le tratan a uno la mar de bien) dan preferencia a las parejas y los grupos en las mesas buenas pensando que cuanta más gente consigan sentar en ellas, más abultada será la cuenta, pero siendo este cálculo muy lógico, también lo es pensar que una persona sola terminará de comer antes que cuando lo hace acompañada, así que posiblemente deje la mesa libre a tiempo de usarla en ese mismo turno y el restaurante gane más gracias a ella. Con la pandemia, yo tenía además la boba esperanza de que los viajeros solitarios acabaríamos imponiéndonos. ¿No es ahora mejor para todo el mundo que la gente se divierta sola? ¿No llevan meses las reuniones de gente abriendo los telediarios? Hace dos semanas, sin embargo, fui de vacaciones a San Sebastián y acabé en el tablón. Me pilló desprevenido, porque después de tanto tiempo sin viajar me había olvidado de que siempre que se va solo a un restaurante hay que soltar la mentira de que uno no es solamente uno, sino que es dos.
Es la solución a la que llegué en 2018 después de que el camarero de un asiático muy rico que hay en Amberes rechazara darme la última mesa que quedaba libre, porque vio que detrás de mí llegaba un grupo de tres chicas. Lo que hago desde entonces en mis viajes es lo siguiente. Llamo al restaurante al que quiero ir y reservo una mesa para dos. Llegada la hora, me presento allí, cuento al milonga de que la otra persona llegará dentro un rato, y pido que me indiquen cuál es mi mesa, porque quiero tomar una cerveza mientras espero. Esto de la cerveza es importante, ya que una vez que uno ha consumido y manchado de espuma su mesa buena es muy raro que los camareros le levanten de allí para sentarle en otra mala aunque luego revele que estará solo. Para esto, espero unos minutos. “Al final comeré yo solo. La otra persona no ha podido venir”, miento de nuevo entonces.
Esto último recomiendo decirlo con un tono un poco lastimero, como si a uno le acabaran de dar calabazas, porque quizás le sirva para evitar la otra desventaja que tiene ir a comer solo: cada vez hay más restaurantes que ofrecen medias raciones incluso cuando esta posibilidad no aparece reflejada en la carta (pregunte siempre por si acaso), pero en caso de que no sea así, es posible que el camarero haga una excepción con usted, corazón abandonado, y le permita probar varios platos sin arruinarse.
Un último consejo. Antes de pagar la cuenta y marcharse, aproveche para reservar esa misma mesa si quiere volver otro día, porque si sigue diciendo que le han plantado los camareros empezarán a confundirle con la heróina de una canción de Cecilia.
La camita que sobra
El tablón existe también a su manera en muchos hoteles. Hoy, prácticamente todos ofrecen habitaciones individuales, pero como a veces son minúsculas y tienen una cama de 90 centímetros, hay viajes en los que si la diferencia de precio no es muy grande, merece la pena pagar por una doble. El problema es que estas habitaciones no siempre tienen una cama de matrimonio, sino dos camitas gemelas. Al hacer la reserva, es posible indicar que se prefiere una del primer tipo, pero el hotel no suele garantizar de antemano que vaya a quedar una disponible cuando llegue usted y se registre, así que, muchas veces, ocurre que uno paga por una cama que no utiliza.
Yo nunca se que hacer con la camita que sobra. Si la dejo como está, a la mañana siguiente me despierto al lado de una lápida y me acuerdo de la última vez que me rompieron el corazón. Si la deshago, me da la impresión de un amante que se ha largado en mitad de la noche. A veces, acuesto en la camita a mi móvil.
Tengo dos soluciones para este problema, pero la verdad es que ninguna es infalible. La primera consiste en avisar al hotel en la reserva de que, en caso de que a su llegada no queden camas de matrimonio disponibles, querrá que le adjudiquen una individual y le hagan la rebaja correspondiente, pues no ve razonable pagar por una cama extra que únicamente le servirá para recordarle su soledad. La otra consiste en completar los datos de un segundo huésped al reservar la habitación doble. En lugar de dejar vacía esa casilla, invéntese un nombre y luego rellene el apartado de “peticiones” o “comentarios” con algo así como “Es nuestro primer viaje juntos, nos gustaría tener una cama de matrimonio”. Que los del hotel leerán como: “Habrá sexo y no quiero que a mi amante se lo trague el hueco que hay entre las dos camitas”.
En mi caso, la identidad de ese compañero con el que intento mantener a raya a las camas gemelas varía. Unas veces, lo llamo Pablo. Otras, le doy nombre de mujer, sobre todo si voy a Polonia, Hungría, etc. Sin embargo, hubo una época en la que tuvo una identidad más o menos fija. Se la inventé cuando en 2014 me compré un billete de avión a Múnich. Quería visitar los castillos del Rey Loco y me hacía ilusión hacerlo solo (aquel fue el primer viaje al extranjero que hice sin amigos), así que empecé a hablar de “mi amiga del máster” y a decir que iba a ir con ella para que ninguna de mis amistades reales se sintiera con la obligación de acompañarme o se ofendiera al ver rechazado su ofrecimiento. Funcionó, y gracias a eso pude enchufarme un acto entero de Tristán e Isolda mientras contemplaba el castillo de Neuschwanstein desde lo alto del puente que hay detrás, sin que ningún amigo tuviera ganas de empujarme al abismo.
Hace años que no hablo de mi amiga del máster. Mi familia y amigos se han hecho a la idea de que me gusta viajar solo y ya no la necesito, aunque reconozco que a veces tengo la tentación de recuperarla para evitar tener que dar explicaciones.
Porque ya le aviso a usted de que sus amigos y parientes nunca entenderán del todo bien por qué demonios quiere irse solo a ninguna parte. Por muchos viajes que haga, siempre habrá algún amigo que le pregunte: “¿No te aburres? Creo que yo me aburriría”. Y dará igual que le diga que no. Que desde que existe una cosa llamada Internet, el aburrimiento no existe. Que de todos modos hace ya varios años que ustedes dos apenas se ven en persona, y que los memes que le manda de vez en cuando le llegan igual a su casa que a cualquier parte del mundo. Tampoco se moleste en explicarle a este amigo que hay sitios que no calan realmente en uno hasta que los visita solo, y que guarda como una moneda de oro el recuerdo de una noche en la que el tren en el que cruzaba los Cárpatos se quedó parado dos horas y un alemán muy guapo empezó a hablarle. Que le gusta poder demorarse en las salas de los museos sin que nadie se impaciente. Que ama deambular en soledad por Londres. Que para no acabar sentado en el tablón, solo hace falta echarle un poco de morro.
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