Giorgio Armani, el inventor de los colores sin nombre
Conocer al diseñador podía ser una experiencia fascinante, pero lo realmente increíble era llevar su ropa

Creo que mi primera impresión de Giorgio Armani fue a finales de los setenta, cuando empezó a lanzar aquellas campañas de publicidad magníficas con una ropa que me llamaba muchísimo la atención. Por la sensación de fluidez (los modelos también eran bastante fluidos), y por esos colores que yo no había visto nunca ni en la moda, ni en la publicidad, ni en ninguna parte, porque no eran colores sino matices entre un color y otro.
En 1980 vi American Gigolo y pude apreciar cómo esa ropa se movía sobre el cuerpo de Richard Gere, que va vestido de Armani durante toda la película. Y me fascinó tanto que me convencí de que la trama de las telas de Armani era tan ancha que dejaba pasar el aire, como si fuera una especie de cámara de aire entre el tejido y la piel. Que esa era su búsqueda.
La sastrería de Armani no era ni masculina ni femenina, pero tampoco andrógina, esa palabra es demasiado moderna. En aquella época se hablaba, sencillamente, de vestir con traje de chaqueta a mujeres y hombres. Tenía sentido porque era la época de los ejecutivos y, en fin, de esa moda de ir al trabajo vestido con cierto uniforme, sin distinción entre secretaria y jefe. O, más bien, en este caso, secretario y jefa. Porque Armani rompió esas barreras, aparte de muchas otras: de las técnicas de la sastrería, de la fabricación de tejidos, de la consecución de aquellos colores que no existían ni en la naturaleza, ni en lo mineral, ni en la imaginación… porque muchos eran absolutamente nuevos y todavía no tenían nombre.
Recuerdo una entrevista que le hice ya en los noventa en un hotel de Barcelona. Él me vio, me miró de arriba abajo y me juzgó, pero me juzgó como un esteta. Me dijo: “Sei molto bella”
Una vez en aquellos años mi amigo el fundador de la agencia Buque, Javier Escobar, fue reclutado por Armani para una campaña. Al volver de Milán, Javier me contó que sí, aquella ropa era alucinante, pero que lo increíble era llevarla puesta. Porque lo más importante no es ver la ropa de Armani sino llevarla.
Recuerdo una entrevista que le hice ya en los noventa en un hotel de Barcelona. Él me vio, me miró de arriba abajo y me juzgó, pero me juzgó como un esteta. Me dijo: “Sei molto bella”. Pero ese caso no fue un piropo o un estúpido signo de aprobación por parte de un diseñador, porque muchos me han mirado de los pies a la cabeza y me han ninguneado, o no les he gustado porque no daba la talla (nunca mejor dicho). Él me miró de arriba abajo. Pero no es que me aprobara, es que le gusté.
En los dosmiles volví a entrevistarle, esta vez en su oficina, en Milán, y me recibió a la hora en punto con su aspecto de siempre: jersey de cashmere entre negro y azul marino, la cara morenísima y el pelo un poco blanco ya. Se negó a que le hiciera la entrevista en inglés y tuve que chapurrear en italiano.
En los desfiles se lo pasaba muy bien. Se quedaba mirando desde detrás de la cortina y se reía viendo cómo en la prensa nos volvíamos locos con sus estrellas. Recuerdo que casi abrazo a Claudia Cardinale, una belleza increíble, vestida de blanco de arriba abajo en pleno invierno. También recuerdo que era muy amable y muy profesional, tan profesional que lo controlaba absolutamente todo. Incluso las tonterías que hacíamos los demás. A él nunca le vi hacer una tontería. Jamás.
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