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nuevas tradiciones

Del amo de casa al ‘trad-husband’: así son los hombres que dejan el trabajo y asumen las tareas del hogar

Es muy raro, casi revolucionario, que en una pareja sea el hombre el que se queda en casa. Ningún caso es igual, pero una nueva generación de varones se está apropiando de una etiqueta reaccionaria

Ser un marido tradicional es lo menos tradicional.
Ser un marido tradicional es lo menos tradicional.
Miquel Echarri

“Nunca te vi como un proveedor, siempre pensé que eras, en primer lugar, mi compañero y el padre de mis hijas”, le dice Gabriela Toscano a Juan Diego Botto en una de las escenas más intensas y significativas de Las viudas de los jueves (2009). Para Olga M., funcionaria de 39 años, y Daniel P., amo de casa de 43, la frase de la película de Marcelo Piñeyro resume perfectamente la situación en que se encontraron ellos en primavera de 2021, cuando las cada vez más frecuentes crisis de ansiedad que sufría Daniel le obligaron a renunciar a su trabajo como instalador de fibra óptica.

Tras un periodo de reposo que le permitió recuperar el equilibrio emocional, Daniel confesó en una sesión de terapia de pareja que le mortificaba la perspectiva de salir a buscar un nuevo empleo. No se sentía preparado: “Fui muy sincero, porque la terapeuta insistió en que lo fuese”, explica a ICON el propio Daniel, “pero también me sentí egoísta y desconsiderado, como si al admitir algo así estuviese traicionando a nuestro proyecto familiar”. Olga, tras considerarlo con calma, le propuso un nuevo acuerdo de convivencia: “¿Qué tal si te tomas tu tiempo y te encargas, de momento, de la casa y de los niños?”. Sus hijos tenían cuatro y seis años. Eso hicieron.

Con el tiempo, el arreglo que se perfilaba como provisional se ha ido transformando en un pacto estable que ambos consideran conveniente y justo. Daniel ya no busca trabajo. Se siente cómodo con sus rutinas domésticas y de crianza, que suponen, tal y como asume Olga, “una jornada laboral sin sueldo, pero tan intensa, tan práctica y tan digna como la que hago yo de lunes a viernes en la oficina”. “En cierto sentido”, reconoce Daniel, “esto es un lujo que podemos permitirnos, porque Olga es funcionaria de nivel A y tiene un buen sueldo. Además, el piso en que vivimos es propiedad de mis padres, así que no nos resulta imprescindible que entre una segunda nómina”. Olga añade que las tareas que realiza Daniel a diario no son remuneradas, pero sí “muy valiosas”, y él las encara “con mucho amor y sentido de la responsabilidad”.

Daniel no es lo que se llamaba hasta ahora un trad husband. Y lo sabe (“amo de casa sería la expresión adecuada”, apostilla). En cierto sentido es todo lo contrario a un trad husband, esa etiqueta, no inédita, pero tampoco muy difundida en redes, que agruparía a los complementos necesarios de las trad wives. Es decir, en opinión del humorista estadounidense Joey Thompson, hombres tradicionales que asumen con orgullo su rol de proveedores exclusivos y no tienen por qué saber cómo funcionan trastos infernales como la aspiradora o el lavavajillas ni cómo se llama la profesora de sus hijos.

Porque, según una encuesta del INE realizada en 2021, el cuidado de menores de edad recae mayoritariamente en las mujeres (40,2%, frente al 4,8% de hombres). Las tareas domésticas también recaen sobre todo en ellas. Así, el 45,9% de las mujeres se encarga de la mayor parte de las tareas domésticas, frente al 14,9% de los hombres. Por su parte, el 15,7% de los varones no participa habitualmente en estas tareas, frente al 6% de las mujeres

Masculinidad tóxica

Hace unas semanas, Daniel leyó en su feed de Facebook un artículo sobre trad wives, esposas y novias que eligen quedarse en casa cumpliendo con el papel tradicional de amas de casa. Le resultó curioso, “sin más”, y lo compartió añadiendo un comentario, en clave de humor, en el que se describía a sí mismo como un trad husband, adicto a las sesiones de plancha y cada vez más aficionado a la repostería casera.

El comentario tuvo una repercusión muy negativa: “En muy pocas horas, el hilo se llenó de comentarios de personas a las que apenas conozco y no saben nada de mis circunstancias personales, pero no dudaban en calificarme de jeta, aprovechado, mantenido, castrado o vergüenza del género masculino”.

Pero lo más doloroso fue la intervención de un amigo cercano que le reprochaba que hiciese referencia a su situación en una red social: “Hay que tener más vista, bro, las vergüenzas no se airean en público”. Daniel respondió que no cree tener ningún motivo para avergonzarse. Pero la espiral de toxicidad siguió su curso: “Fue un baño de realidad, un linchamiento digital instantáneo que en absoluto esperaba. Ahora me doy cuenta de que incluso algunas personas de nuestro entorno que dicen respetar el acuerdo al que hemos llegado Olga y yo, nuestra manera particular de organizarnos y convivir, en el fondo no lo comprende ni lo respetan. Lo consideran una anomalía”.

Los datos disponibles parecen reforzar la percepción de Olga y Daniel. Según un estudio hecho público por Ipsos en marzo de este año, el 19% de los españoles y el 14% de las españolas se muestran de acuerdo con la afirmación de que los hombres que cuidan a sus hijos son menos “masculinos”. La cifra a nivel mundial resulta bastante más alta (24% de los hombres y 19% de las mujeres), pero no deja de resultar significativo, en opinión de Daniel y de su pareja, que uno de cada cinco españoles suscriba sin matices una afirmación “tan cuestionable y prejuiciosa”.

La apropiación de una etiqueta resbaladiza

Gracias a Daniel y a otros hombres en una situación similar a la suya, empieza a abrirse paso, de manera muy tímida, una reapropiación subversiva y paródica de la etiqueta. Los otros trad husbands, los infrecuentes y más bien poco tradicionales, son hombres a los que la propia voluntad o las circunstancias han llevado a asumir roles que no encajan en corsés de género demasiado estrechos. Padres viudos, separados o solteros que se ponen todos los sombreros necesarios con o sin ayuda, pero también casos atípicos como Borja S., cordobés de 31 años residente en una localidad cercana a San Francisco, en Estados Unidos.

Borja se mudó a las inmediaciones de Silicon Valley hace ahora cinco años para convivir con su marido, empleado de élite en una gran empresa tecnológica. Una vez allí, constató que, con su estatus de cónyuge de un trabajador extranjero contratado en origen, no iba a resultarle fácil conseguir un visado que le permitiese buscar empleo. Así que optó, según nos cuenta, por realizar un turno matinal de voluntariado en una biblioteca y quedarse el resto de la jornada en casa, “convirtiéndola en un verdadero hogar para mi marido trabajador expatriado y estresado”.

Borja se describe, de manera jocosa, como un trad husband “de quita y pon”. Cuando vuelvan a Madrid, ciudad en la que su pareja y él convivían antes de embarcarse en la excursión transatlántica, tiene intención de recuperar su carrera profesional, pero de momento disfruta de la “insólita” experiencia de vivir “semirecluido en una inmensa casa unifamiliar de los suburbios, con una cocina del tamaño del piso de mis padres, como una de aquellas esposas adictas a los tranquilizantes que vemos en las pelis yanquis de los años cincuenta″.

Borja procesa su peculiar situación con mucho sentido del humor y de la aventura. Echando mano de su formación universitaria como antropólogo, nos confiesa que se siente “un observador infiltrado en una tribu humana, la estadounidense, que creemos conocer muy bien gracias a la televisión, el cine o la música, pero que en realidad resulta muy peculiar, muy distinta de la nuestra”.

Vivir en el norte de California le ha permitido constatar que las trad wives no solo son una pintoresca moda que ha tomado por asalto las redes sociales en los últimos meses. Más allá de influencers tronadas y hashtags de cuestionable sustancia, él ha entrado en contacto con mujeres de su entorno inmediato que “han renunciado a sus carreras profesionales porque tienen un marido rico o porque, sencillamente, nunca han sentido la necesidad de ser ellas las que se internen en el bosque para cazar un mamut y han encontrado hombres que están dispuestos a hacerlo por ellas”.

Él distingue dos modalidades de trad wife: la reticente, “que vive su situación con una cierta vergüenza, porque en el fondo cree que no debería haber renunciado a su independencia económica y al control de su propia vida”, y la “alevosa, más que satisfecha con su situación”. Las dos, en su opinión, merecen “todo el respeto, aunque se trate de un respeto crítico”. Añade que él mismo se considera un “trad gay husband entre reticente y resignado, pero, qué quieres que te diga, hay días en que creo que podría acostumbrarme a esta vida. Si en algún momento me aburro, siempre puedo escribir un libro. O plantar un árbol”.

Bajar de la rueda

Reticente es sin duda Óscar M., otro que encuentra simpática la etiqueta trad husband y se la aplica a sí mismo desde la ironía corrosiva. Como el resto de personas que han ofrecido su testimonio en este artículo, Óscar prefiere conservar el anonimato porque, según reconoce, “ser un hombre que trabaja en casa es algo que conlleva un cierto estigma, y a mis padres, por ejemplo, les resultaría incómodo que yo apareciese en un medio de comunicación hablando de ello a cara descubierta”.

En su caso, la renuncia a salir a cazar el mamut se produjo de manera gradual: “Yo me dedicaba a dar clases y talleres itinerantes de traducción y escritura creativa, y mi trabajo implicaba desplazarme muy a menudo por unos ingresos irregulares y, en general, muy modestos. Nuestro hijo de cinco años se estaba criando con canguros o abusando de la buena voluntad de nuestros padres y teníamos contratada a una persona para que se encargarse de la limpieza o de hacer la compra”.

En una conversación informal, su novia, Ingrid, le sugirió que renunciase a los trabajos que exigiesen desplazamientos y se centrase más bien en sus traducciones y en la intendencia doméstica: “Le tomé la palabra, porque las del hogar son tareas que siempre me han gustado. Además, pensé que darle algo más de prioridad a mi faceta como traductor me haría mucho más feliz que los talleres y los viajes”.

Dos años después de iniciado el experimento, Óscar constata que ha hecho “muchas más coladas que traducciones”, pero valora que el arreglo está dando un resultado “razonable”. Lo suficiente para que tanto Ingrid como él se sientan satisfechos. “En especial”, añade, “valoro la relación tan intensa que he desarrollado con nuestro hijo. Crees que conoces bien a tus hijos y que te estás implicando de la mejor manera en su vida y su crianza, pero lo cierto es que pasas mucho tiempo lejos de ellos y te pierdes momentos excepcionales, como la caída de su primer diente. Supongo que a muchos padres les ocurre, y lo ven como una realidad a la que hay que resignarse. Nosotros hemos encontrado la manera de que yo esté ahí para él con una frecuencia que antes me resultaba imposible”.

Óscar añade, también con reticencia, que entiende “hasta cierto punto” a las trad wives, las de las redes y las del mundo real: “Es descorazonador, desde el punto de vista del feminismo y el progreso de las relaciones sociales, que se reivindique a estas alturas un modelo de feminidad tan obsoleto. Pero puedo entender que alguien quiera bajarse de la rueda del mercado laboral y refugiarse en un espacio seguro, como el del hogar, y hacer su propia aportación a la familia desde ahí”. Su propia experiencia le ha hecho plantearse “preguntas muy incómodas sobre los roles de género, sobre los prejuicios asociados a ellos y, más allá de todo eso, sobre cómo estamos organizando nuestras sociedades”. Óscar supone que, en cuanto su hijo crezca, él “intentará saltar de nuevo al ruedo”, si puede y si le dejan: “Lo que espero no volver a hacer nunca es dar una prioridad absoluta a mi trabajo sobre mis responsabilidades afectivas y domésticas. Confío, al menos, en haber aprendido esa lección”.

Y luego está el elefante en la habitación: Daniel y Olga, la primera pareja que aparece en este artículo, admite que su plan de contingencia tiene un inconveniente obvio: Daniel ha desertado del mercado laboral a una edad muy temprana, con apenas 15 años cotizados, y no tiene intención de reincorporarse a medio plazo: “Eso me condena, muy probablemente, a cobrar una pensión irrisoria cuando me jubile”, concluye él mismo. Olga zanja el asunto con pragmatismo: “Se trata de un problema que afrontan muchas familias, en España hay un alto porcentaje de hogares en los que solo entra un sueldo. Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. Lo que de verdad importa es cómo nos organizamos aquí y ahora”.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.
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