Cassandro, el héroe afeminado que triunfó en la lucha mexicana: “Nacer gay fue una bendición”
Saúl Armendáriz superó la discriminación, la adicción y una embolia para ver cómo su historia se cuenta en una película en la que Gael García Bernal se mete en su piel
Le llamaron “joto”, “maricón”, “enfermo”, “puto” y “degenerado”. Le clavaron punzones y le rociaron la espalda con chile verde mientras combatía. Le hostigaron y amedrentaron hasta el punto de sufrir un intento de suicidio. Pero él perseveró. Luchó a brazo partido durante más de dos decenios, contra rivales, detractores mediáticos y fans prejuiciosos para acabar causando un profundo impacto transformador en una disciplina centenaria y, según confesaba en el podcast de un buen amigo, el también luchador Colt Cabana, “inspirando a la juventud homosexual de todo el mundo”.
Saúl Armendáriz creció entre El Paso y El Juárez, con un pie a cada lado de la frontera que separa Estados Unidos de México, dos universos distintos, dos constelaciones mentales. De lunes a viernes acudía a la escuela estadounidense, en la que padecía la hostilidad de gran parte de sus condiscípulos por ser menudo, afeminado y de piel morena. El fin de semana, según contaba él mismo en una entrevista de 2014 con William Finnegan, escritor y redactor de The New Yorker, cruzaba con sus hermanas el puente internacional Paso del Norte para dejar atrás el río Bravo e internarse en México, la patria grande, la tierra de las quesadillas, la piñata y la lucha libre. En las arenas semiclandestinas de los barrios de Juárez, donde se disputaban también las célebres peleas de gallos, aquel niño con dos pasaportes se asomó al peculiar mundo de los luchadores profesionales, objeto de devoción popular.
Finnegan imagina al joven Armendáriz sometido a múltiples estímulos que inflamaban su imaginación: el público “entusiasta y bullanguero”, las vistosas máscaras, la inverosímil constelación de superhéroes mestizos y proletarios, las intrincadas llaves heredadas de la lucha grecolatina (el pancracio), los saltos suicidas, la aparatosa épica de cartón piedra. De vuelta a El Paso (Texas) tras el paréntesis dominical en los cuadriláteros barriales, Saúl lidiaba con una madre, María, extenuada por sus largas jornadas como empleada doméstica y un padre, camionero de profesión y machista contumaz, que reprochaba una y otra vez a su hijo su aparente falta de hombría.
Sufrió, según ha comentado en alguna ocasión, la inquina y el desprecio de compañeros, incluso familiares, que lo trataron como “juguete sexual y saco de boxeo”. Con 15 años decidió dar la espalda a tan deprimente universo para probar suerte como luchador en el Juárez de sus amores. “No soy una víctima”, contaba a Finnegan décadas después, una vez retirado. “He sido el dueño de mi propia vida. Hoy considero que nacer gay fue una bendición del cielo”.
De las arenas al cine
Todo eso está en Cassandro, película dedicada a la vida y obra de Saúl Armendáriz que Prime Video estrena este viernes. La dirige el cineasta afroamericano Roger Ross Williams, ganador en 2009 de un Oscar al mejor cortometraje documental por Music by Prudence. Y la protagoniza Gael García Bernal, que no solo se ha puesto en la piel de Armendáriz, sino que también ha asumido la dirección ejecutiva e involucrado en el proyecto a su compañía, La Corriente del Golfo.
Tanto Williams como García Bernal saben reconocer una buena historia en cuanto se cruza en su camino. Y la de Cassandro, el Liberace de la lucha libre mexicana, el hombre que sacudió los cimientos de la disciplina que ama con fervor, pero de la que se sentía excluido, tiene todos los ingredientes de una magnífica epopeya contemporánea. Williams conoció a Armendáriz durante la filmación de un documental sobre su vida, The Man Without a Mask. Le impresionaron, según ha declarado, “su espíritu y su alegría”. Encontró en él “un aura, una luz” que fue haciéndose cada vez más evidente a medida que compartían tequilas en los mismos bares de El Paso que el antiguo luchador había frecuentado en su adolescencia.
Ya aquella noche, durante la distendida charla tras la jornada de rodaje, el director decidió que dedicaría a Cassandro su primera película de ficción. El proyecto, obstaculizado por problemas iniciales de financiación, la crisis de la covid o las demenciales temperaturas registradas en el desierto de Chihuahua, donde rodaron, ha sido de combustión un tanto lenta. Pero ha acabado cristalizando en una película que Williams describe como “una montaña rusa emocional, en la que se ríe y se llora”.
En el elenco, flanqueando a García Bernal, hay apariciones especiales como la del Hijo del Santo, luchador ilustre, rival en su día de Armendáriz/Cassandro, o Bad Bunny. El músico e intérprete puertorriqueño se declaraba durante el rodaje “fan de la lucha desde pequeño” y la reivindica “como una de las formas de entretenimiento más relevantes e influyentes del mundo”.
Saúl Armendáriz padeció, según explica a ICON uno de sus agentes, una embolia hace ahora dos años. Su proceso de recuperación está resultando lento, y eso explica que muy rara vez conceda entrevistas. Pese a todo, el antiguo luchador accede a contestar a un breve cuestionario por correo electrónico con la condición de que las preguntas sean “sencillas” y seamos pacientes si las respuestas se hacen esperar. Tras un par de días, el hombre que un día fue Cassandro responde al interrogatorio virtual contándonos que se siente “muy honrado” por el interés que está despertando su historia: “Nunca pensé que me dedicarían una película. Ver mi historia en la pantalla me ha resultado muy emocionante”.
Armendáriz hace un somero repaso de la gestación del proyecto y de sus relaciones con Roger Ross Williams y su equipo: “Vinieron un par de veces a El Paso antes del rodaje. Se portaron muy bien conmigo. A Gael tuve la oportunidad de conocerlo por videollamada. Me dijo que le intimidaba un poco que yo fuese a verle luchar, pero fue muy amable. Luego coincidimos en persona en alguna ocasión durante el rodaje, con el resto del equipo”. Mirando atrás, recuerda con nostalgia detalles “como el reconocimiento y el respeto” que le demostraron “en Francia y en otros países europeos”, a los que acudió en la recta final de su carrera.
No tiene nada que reprocharse: “No solo llegué a ser campeón en mi disciplina, sino que tuve una carrera larga en la que siempre entrené de manera constante y luché con dignidad hasta el último combate”. Cree que la piedra angular de su legado fue “entrar en un mundo machista y aspirar a lo máximo para conseguir que se me respetase como persona y como exótico”. Asegura que tiene “planes” de cara al futuro inmediato, pero que su prioridad es ahora mismo “seguir recuperando la salud”.
Gael García Bernal, en declaraciones realizadas antes de la huelga de guionistas de Hollywood (que el intérprete mexicano secunda), asegura que “la vida de Cassandro, los magníficos disfraces y el mundo de la lucha libre en general” fueron sus principales motivaciones para embarcarse en el proyecto: “Creo que es la historia de un hombre que busca su propia identidad y convierte esa búsqueda en el motor de su vida”. En cierto sentido es también una historia de identidades fronterizas: “Cómo se vive y qué pasa en lugares como Juárez, que están a caballo entre dos mundos y son un país aparte en sí mismos. Juárez no es ni México ni Estados Unidos, es diferente a ambos. Es un lugar fascinante, me apasiona. Me gusta mucho la gente que creció allí”.
Técnicos, rudos y exóticos
Pero volvamos a Armendáriz y a su lento viaje hacia la luz, del acoso sufrido en la Texas de mediados de los años ochenta al Olimpo de los cuadriláteros. La lucha, un presunto deporte que en realidad viene a ser sobre todo un espectáculo circense y artístico en el que hasta el último golpe responde a un guion pactado, cuenta con una rígida distribución de roles.
Por un lado, están los técnicos, héroes de una gallardía sin mácula, como galanes de un melodrama charro o una comedia ranchera, y por otro los rudos, villanos de opereta, propensos a la jactancia y el juego sucio. Un tercer vértice es el de los exóticos, es decir, actores secundarios parcialmente travestidos o feminizados que se proponen como una alternativa cómica al arquetipo de virilidad exacerbada que predomina en la lucha. Saúl quiso ser técnico, probó suerte como rudo y acabó convirtiéndose en uno de los exóticos más célebres e influyentes de la historia.
El personaje con el que debutó a los 17 años, Míster Romano, era un rudo sin apenas matices inspirado en Rey Misterio, toda una leyenda con la que Armendáriz había tenido la oportunidad de entrenar en alguna ocasión. Deprimido por el muy escaso impacto de sus primeros combates en las arenas fronterizas, el joven luchador aceptó la sugerencia de Baby Sharon, homosexual como él, y se lanzó al ruedo como exótico. Lo hizo por vez primera en Juárez, bajo una identidad explosiva, Rosa Salvaje, compitiendo a cara descubierta, con un traje de baño femenino, tras presentarse en el cuadrilátero maquillado, con una blusa floreada que rescató del desván de su madre y la cola del vestido de quinceañera (esa fiesta de presentación en sociedad de las adolescentes con tanto predicamento en la tradición mexicana) de una de sus hermanas.
El personaje causó furor por su punto de divertida desfachatez y por la destreza de Saúl, un pulcro estilista, ágil, rápido y con notables cualidades atléticas, capaz de navegar con naturalidad entre la charlotada y la excelencia. Pese a todo, en aquel 1989 en que el pánico al virus del sida se tradujo en un repunte de las actitudes homofóbicas, algunos de los luchadores más prestigiosos se negaron a enfrentarse al hombre de la blusa floreada, que se vio relegado a un circuito menor, en el que combatía a menudo con otro exótico con talento, Pimpinela Escarlata. Así que Rosa Salvaje dio paso a Cassandro, una versión atenuada, algo menos controvertida y frívola, del mismo personaje. Y Cassandro consiguió, por fin, romper la pared y hacerse un hueco entre la élite.
Una piedra en el camino
Pero las grandes historias, incluso las de redención improbable y éxito contra toda lógica, suelen tener puntos de inflexión dramáticos, instantes de oscuridad suprema que preceden a las primeras luces del alba. En el caso de Saúl, ese nadir se alcanzó el 28 de enero de 1991, el día que sucumbió a la presión, se cortó las venas con una cuchilla de afeitar y estuvo a punto de reunirse prematuramente con sus ancestros. Pimpinela Escarlata encontró su cuerpo casi inerte en el cuarto de baño.
Cassandro, en palabras de Finnegan, “acababa de cumplir 21 años, se había instalado en Ciudad de México y se había ganado la confianza de los principales promotores del país”. La culminación de cuatro años de esfuerzos iba a ser un combate con el Hijo del Santo, “el luchador más popular de México”, el hombre que había heredado la máscara plateada de su padre, El Santo, reverenciado dios de la lucha. Pero el duelo en la cumbre fue tratado con desdén por gran parte de la prensa y los aficionados. Para algunos de ellos, resultaba una herejía enfrentar al heredero de una estirpe gloriosa, al hombre que dignificaba toda una tradición cultural y deportiva con frecuencia denostada, contra un vulgar exótico, un freak homosexual que no merecía ser tomado en serio.
El golpe dejó consternado a Cassandro. Al final de un camino de esfuerzo y privaciones tropezaba de nuevo con la hostilidad prejuiciosa de siempre. De ahí su radical intento de tirar la toalla. Pese a todo, apenas una semana después del suicidio frustrado, el exótico acudió, con las muñecas vendadas, a combatir contra la leyenda. Perdió, algo que en última instancia depende de las preferencias del público y la voluntad de los promotores, pero lo hizo con una dignidad infrecuente, exhibiendo su depurada técnica y la firmeza de su compromiso con la lucha. Ofreció un excelente espectáculo, y eso contribuyó a cimentar su prestigio.
En los siguientes años, Cassandro combatió alcoholizado, cada vez más dependiente de drogas como la cocaína, a medida que las profundas heridas causadas por el desdén cicatrizaban. Sus últimos años como profesional en activo, en opinión del madrileño Rodrigo Rod Zayas, dibujante de cómics, diseñador y luchador de wrestling en su día, fueron ejemplares: “Encontró la manera de que no le devorase su personaje. Se convirtió, además de en un luchador magnífico, en una figura muy respetada dentro y fuera del circuito, un veterano entrañable al que yo tuve la suerte de conocer en persona cuando vino a combatir al circo Price de Madrid en 2009, en una velada en la que él fue el mejor con diferencia”.
Poco después, Zayas llegó a entrenar con Cassandro en Londres, en unas jornadas de encuentro entre profesionales organizadas por un amigo común: “Por entonces ya estaba más familiarizado con su historia, con el intento de suicidio, el calvario que le había tocado vivir en sus primeros años en México y su carácter de pionero, el exótico que rompió una barrera invisible y cuestionó las tradiciones homofóbicas de su entorno”.
Zayas precisa que, pese a las apariencias, “el mundo de la lucha, aunque se base en gran medida en una visión estereotipada de la virilidad, es bastante más integrador y gay friendly que el de otros deportes, el fútbol, sin ir más lejos”. Incluso existe un circuito LGTBI+, “con eventos como el Big Gay Brunch”, abundan los luchadores transexuales y “el público lo asume con naturalidad”. Tal vez la excepción sea la tercera potencia mundial de esta disciplina, Japón, “donde el gusto por lo francamente bizarro convive con inercias conservadoras”. Y otra excepción fue el México de las últimas décadas del siglo XX, “precisamente el entorno que Cassandro tanto contribuyó a modificar con su perseverancia y su ejemplo”.
Zayas define la lucha, tanto la mexicana como el internacional wrestling y el resto de variantes hasta cierto punto homologables, como “una actividad artística con un fuerte componente atlético”. Para triunfar en un entorno así, Cassandro atesoraba cualidades “inmejorables”: “Tenía carisma, una puesta en escena original, una narrativa sugerente y un alto nivel de profesionalidad y destreza que lo convertían en uno de los favoritos de esa parte del público que valora la calidad por encima del puro espectáculo”.
Cassandro le parece un ejemplo muy elocuente “de la riqueza de la lucha como medio de expresión” y destaca la afinidad entre la lucha y el drag, “dos actividades en las que se trata, con todos los matices que separan una de otra, de crearte una identidad personal y estética con la que interactuar en un entorno competitivo de fantasía, llevando la lógica de la máscara y el disfraz a una dimensión muy creativa”. Cassandro, el epítome del luchador que luchaba a cara descubierta y que acabó encontrando un equilibrio óptimo entre su personalidad y su personaje, jugó a ese juego reivindicando la dignidad del exótico, el secundario, el periférico, el diverso. Bien merece una película.
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