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Placeres de verano | La gran pausa en la (de repente) pequeña ciudad

Resulta imposible no romantizar la idea de un verano solo en la urbe. Cualquier guiño en la piscina, tarde un poco achispada o llamada intempestiva en la noche puede terminar en algo memorable

Vista de Madrid desde el Cerro del Tío Pío, en Puente de Vallecas.
Vista de Madrid desde el Cerro del Tío Pío, en Puente de Vallecas.Jaime Villanueva
Abraham Rivera

Calles vacías, comercios cerrados, un sol de justicia y nuestras amistades en la playa. Todo retransmitido en directo mediante reels, stories y tiktoks. Y, sin embargo, la ciudad en verano tiene algo diferente. Son los meses en los que resulta más fácil reservar en esos restaurantes recomendados por foodies y críticos y saborear los próximos tartares y ceviches de la temporada; coger el transporte público y sentirnos como si estuviéramos en una verdadera ciudad europea, sin agobios ni vagones saturados; visitar el centro comercial más cercano y quedarnos a vivir allí, con ese aire acondicionado glacial y los probadores con poca gente; o chapotear tranquilamente en la piscina de la comunidad sin tener que esquivar a todos los niños y vecinos del edificio.

Estas son fechas en las que la ciudad se mueve a otro ritmo, como a trompicones. El horario de verano hace de las suyas, el ciclismo alarga y comprime las horas, y la siesta nos dice que así sí merece la pena. Esa modorra casi anestesiante, que recuerda a los mejores instantes de la ketamina, con una sensación de plácida irrealidad, consigue que nuestro cuerpo enfile las horas que quedan del día completamente renovado.

Por mucho que se intente, resulta imposible no romantizar la idea de un verano solo en la ciudad. Cualquier guiño en la piscina, tarde un poco achispada o llamada intempestiva en la noche puede terminar en algo memorable. El azar siempre ayuda: nos cruza con amistades a las que ya teníamos casi olvidadas pero que nos sacan una sonrisa y nos ponen al día de salseos varios. Es el momento de dar el salto del spritz —a ser posible con Campari— al negroni. O, porque no, a ese frozen daiquiri que evoca al del Floridita de La Habana, con una lima cítrica y fresca y bien de ron. No es de extrañar que de esta forma las farolas muten en palmeras caribeñas

En Los pájaros de Baden-Baden, el brevísimo relato escrito por Ignacio Aldecoa en 1965, la ciudad es dibujada como si de un puerto de mar se tratara. “Era la hora del ocaso y estaba sentada en la terraza de aquel bar del paseo de Rosales como si estuviera en un mirador que al mismo tiempo fuese un muelle”, comienza contando. El verano en Madrid le sirve al escritor vitoriano para recrearse en suaves oleajes y rumores de peces, mientras varios hombres intentan ligar con una mujer unos años más joven que ellos. Son los días que desfilan entre julio y agosto, en los que todo se ralentiza y las amistades parecen otra cosa. El aburrimiento y una ciudad desierta, con sus terrazas a medio gas y una sensualidad a punto de explotar, llenan el tiempo entre una cerveza bien fría y otra.

Unos años antes, Francisco Umbral contaba parte de su experiencia en los madriles, durante los meses de asueto, en Travesía de Madrid. “Era verano, hacía bochorno, olía la ciudad a neumático recalentado y salí a la azotea para dormir al aire libre”, escribe. Sin embargo, a pesar de los olores, los ruidos y el calorazo, Umbral disfruta este tiempo “como una gran pausa”. Otros escritores han querido contar este momento como una gran gymkana repleta de sucesos y actividades. Un no parar, donde todo parece que es posible. El día del Watusi del genial Francisco Casavella sucede un 15 de agosto de 1971. Los protagonistas de la primera novela de su trilogía, Los juegos feroces, transitan por algunos de los lugares más emblemáticos de una Barcelona hoy irreconocible, previa a La transición.

“Días larguísimos. Bebo, fumo, me curo de la resaca de ayer emprendiendo el camino de la de mañana”, confiesa Rafael Chirbes en sus diarios, escritos desde su Valencia natal. “Está haciendo uno de esos veranos mesetarios que te vuelven loco”. Salir a beber, en soledad, quedar con aquel amigo al que hace mil que no se ve, pero con el que te une algo especial, o, directamente, dejarse llevar por la luz de la noche, deambulando, a la deriva, siempre es algo bello. “Una de esas noches en las que no hay nada que no pueda ocurrir”, relata Gianfranco Calligarich en El último verano en Roma, retrato ensoñador y disfrutón de la metrópoli italiana en la década de los setenta. Las madrugadas y el estio, en los grandes y despoblados núcleos urbanos, con su reconocible brisilla, podríamos decir que se hacen match. Es lo único que el cambio climático no ha logrado quitarnos.

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Sobre la firma

Abraham Rivera
Escribe desde 2015 para EL PAÍS sobre gastronomía, buen beber, música y cultura. Antes ha sido comisario de diversos festivales, entre ellos Electrónica en Abril para La Casa Encendida, y ha colaborado con Museo Reina Sofía, CA2M y Matadero. También ha presentado el programa Retromanía, en Radio 3, durante una década.

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