Sedantes, homofobia y los labios de Brad Pitt: confesiones del autor de ‘El club de la lucha’
Chuck Palahniuk ha aprendido a sus 60 años mucho sobre la escritura y todavía más sobre la vida. Ambas cosas las desarolla en su nuevo libro, ‘Plantéate esto. Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo’
La pandemia dividió al mundo en dos: los que acometieron proyectos personales aprovechando el colapso y los que se lamentaron después por no haberlo hecho. Para Chuck Palahniuk (Washington, 60 años) el confinamiento no fue tan problemático —al fin y al cabo, un escritor precisa de cierto aislamiento para concentrarse— como el cierre de los gimnasios. De pronto, no tenía donde mantener su proverbial musculatura. Así que se impuso una nueva rutina: construir un castillo con sus propias manos en lo alto de un acantilado a las afueras de Portland. Se ríe al recordarlo al otro lado del teléfono: “Cambié una actividad completamente abstracta en el gimnasio por levantar rocas de más de 20 kilos. Empecé con una simple habitación y antes de darme cuenta estaba colocando ventanales, nichos para estatuas, un patio... Ahí ha quedado, sin techos, como una extraña fantasía inhabitable”. En esos meses, asumió algo que venía esquivando: dar clases y preparar el manual para aspirantes a novelistas que llega ahora, Plantéate esto. Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo (Random House).
Desde su portada, Palahniuk observa con la mirada desafiante que se le presupone al autor del El club de la lucha, la cabeza afeitada bajo una capucha y la cara llena de tatuajes falsos. “Las mejores fotos policiales de presidiarios son amenazadoras, trágicas y caricaturescas a partes iguales. Las fotos de autor y las policiales son casi lo mismo: caras como de metanfetamina. Pillé un montón de pegatinas y una sudadera que tengo hace 30 años y en la editorial les encantó… Después se lo pensaron mejor, decían que podía perjudicar las ventas. Así que me alegra que se haya rescatado para la edición española”. Sabe que su imagen vende, pero tiene la teoría de que los escritores no deben hacerse fotos promocionales donde salgan particularmente agraciados, así tienen más posibilidades de que luego les digan que se ven mejor en persona. Lo podrán comprobar quienes asistan este primer fin de semana de octubre al Festival Literatura Expandida de Magaluf (Mallorca), donde acude como invitado estrella.
Empieza este libro diciendo que nunca quiso escribirlo. ¿Qué le hizo cambiar de idea? Antes de publicar El club de la lucha trabajaba en una cadena de montaje de camiones. Éramos tantos los periodistas en esa empresa que bromeábamos con que en la carrera deberían enseñar a soldar. Entonces me apunté al taller de escritura de Tom Spanbauer [autor de la esencial El hombre que se enamoró de la luna] y todo cambió. Le debo mucho de lo que sé. Gracias a él pude desarrollar mi carrera. Como Tom no está bien de salud y nunca iba a escribir este libro, se lo debía.
Tom Spanbauer creó el concepto de “escritura peligrosa” que usted cultiva. ¿En qué consiste? Se trata de explorar algo amenazador y sin resolver de tu vida, superar los miedos a partir de verdades personales dolorosas.
Escribe que Bret Easton Ellis le dijo que la novela ya no tiene relevancia cultural. ¿Comparte su opinión? La verdad es que no. No conozco una forma de contar historias con mayor impacto político que la novela. El cine o las canciones no tienen ese poder catalizador; pueden ser más instantáneas pero sin una huella cultural tan duradera como La cabaña del tío Tom o Matar un ruiseñor, por decir un par.
¿Qué consejo como escritor se habría dado a usted mismo de joven? Que me relajase. Hay que tomarse tiempo para publicar algo que importe, solo tienes una primera novela.
En su caso fue El club de la lucha. Se tomó su tiempo… La escribió con 33. Aún era joven, ¿no? [Ríe].
¿Cómo evitó que se le fuera la cabeza después de su éxito? Es que no fue un éxito, al contrario. Cuando hice mi primera gira promocional, en Seattle vinieron dos personas y en San Francisco, nadie. Por mucho que se adquiriesen los derechos para cine, nada apuntaba a que se fuera a rodar. Cuando por fin se estrenó, duró un par de semanas en cartel. Para entonces apenas se había vendido, casi todas las copias del libro permanecían en un almacén. No fue hasta que Fox la sacó en DVD cuando realmente encontró su público.
¿Es cierto que cuando le presentaron a Brad Pitt en el rodaje quiso ponerse sus mismos labios? [Ríe] Todos tenemos complejos. Yo, por ejemplo, llevo intentando esconder mi cuello desde crío. Lo tengo demasiado largo. Por eso me sacaba siempre fotos promocionales con cuello cisne. Pero no había caído en lo de la boca hasta que una amiga me dijo: “¿Te has fijado en que lo atractivo de Brad Pitt son sus labios perfectos?”. Los tiene muy pronunciados, muy llenos. Eso me hizo ser consciente de los míos; los tengo muy finos. Necesitaba unos labios como aquellos. Así que llamé a varias consultas de cirugía estética para informarme y quise probar uno de esos inventos como de teletienda que hacen succión para conseguir un efecto carnoso. Fue un desastre total. Y aproveché para escribir sobre ello, claro.
¿Por qué le gusta tanto explorar los límites del cuerpo? Es curioso que lo mencione, porque me he dado cuenta de que las historias que más me atraen como lector son las que incluyen algún elemento físico. Y en mi escritura siempre está: ya sea en la violencia, en el sexo, en las drogas o en la enfermedad. Crear una sensación muy intensa del cuerpo del personaje genera una reacción física en el lector.
¿En qué momento diría que dejó atrás la obsesión por provocar? Los noventa fueron la década de las novelas transgresoras. Empezó con American Psycho y continuó con Trainspotting y El club de la lucha. Novelas sobre chavales aburridos que probaban cualquier cosa para sentirse vivos. Pero todo cambió con el 11-S. De repente, cualquier cosa transgresora corría el peligro de ser acusada de incitar al terrorismo y las editoriales decidieron no hacerse responsables legalmente de sus autores. Por eso hubo un revival tan fuerte de fórmulas codificadas de transgresión, como el terror. Yo publiqué mi particular trilogía de horror: Nana, Diario: una novela y Fantasmas. Tuve que agudizar el ingenio para esconder el mensaje. No lo veo como algo malo, al contrario, obliga al lector a ejercitar la inteligencia para descodificar qué le estás contando realmente.
Tiene un relato de cabecera, Tripas, sobre arriesgadas formas de masturbación que pueden acabar en tragedia. Se ha hecho famoso por provocar desmayos entre la audiencia. ¿Por qué le gusta tanto leerlo en público? Tripas surge de historias reales. Lo escribí como un reto personal, pensando en Shirley Jackson y su relato La lotería. Cuando lo publicó en los años cincuenta en The New Yorker, la revista perdió suscriptores, hubo gente que se ofendió muchísimo. Me obsesionó la idea: ¿cómo tendría que ser hoy una historia capaz de acumular el mismo nivel de ira? Leerlo en público es lo más humillante que puedo hacer, porque tengo que aparcar toda mi dignidad. Es un mensaje sobre todo para los más jóvenes: para crear lo primero que tienes que perder es la vergüenza, solo así acabas encarando tus propios miedos.
La hija de Shirley Jackson vendió las cenizas de su madre por internet y le regaló a usted una parte. ¿Dónde las conserva? Son una reliquia demasiado valiosa como para permanecer en mis manos. Compré dos preciosas cajas de madera en un anticuario, las dividí y se las mandé a mi agente y a mi editor. La verdad es que no soy particularmente fetichista.
Entre los muchos escritores que menciona en Plantéate esto, recoge algunas anécdotas particularmente inquietantes sobre Stephen King y el fanatismo que genera. ¿Ha sido un modelo para usted? Le admiro particularmente por cómo sobrevivió a los ochenta. Cuando la crítica empezó a rechazarlo y solo recibía malas reseñas, él respondió de la única manera posible: seguir escribiendo. Eso sí me parece un ejemplo a seguir.
A Stephen King hay gente que le daría el Nobel, a otros les parece una idea descabellada. En todo este debate sobre qué es alta y baja cultura, ¿dónde situaría lo que escribe usted? No me corresponde decirlo. Aunque como autor pueda escoger temas muy de baja cultura, siempre procuro elevarlos lo máximo posible.
En este libro lanza dos preguntas sin respuesta: ¿por qué nos obsesionan tanto las historias de perdedores? ¿Por qué las narraciones de la alta cultura acaban mal? En la mayoría de las películas de mi generación los buenos perdían. Rocky perdía, Rosemary paría al hijo del diablo, Taxi Driver casi palma, Carrie mata a todo el mundo y se mata ella, Cowboy de medianoche lo pasa fatal… Todos buscan un ideal y pierden la batalla, aunque muchos perseveran. Alguien llamó a esto “fatalismo romántico”. Habíamos visto el fracaso de Vietnam, la corrupción de Nixon, la crisis medioambiental... Nadie iba a comprar un final agradable, había que ver al héroe esforzarse y esforzarse y fracasar. La decadencia del Verano del Amor daría lugar a la Generación Yo de los setenta y a los yuppies de los ochenta. Y así hemos seguido enamorados de los finales trágicos hasta hoy.
En 2018 usted vivió un momento particularmente trágico: perdió los ingresos de sus últimos años por la malversación del contable de su agencia literaria. ¿Cómo fue encontrarse de pronto en la precariedad? Perturbador, pero me sirvió para no ser tan confiado. De todos modos, yo no empecé a escribir por dinero y nunca ha sido mi principal meta. Tampoco soy de gastar mucho. Así que esencialmente nada cambió. En esa época me pasaron cosas más terribles, como la muerte de mi suegro de cáncer.
Siempre ha sido muy reservado sobre su relación con su marido, con el que lleva casi 30 años. ¿Qué ha cambiado para que ahora hable de ello más abiertamente? La muerte de mis padres ha sido determinante. No quería abochornarlos en vida, porque la homosexualidad no era algo que encajaran muy bien. También mi marido se siente más cómodo con ello. En 2018 nos invitaron al Festival de Cine de Roma y cuando pasé por la alfombra roja posamos juntos y me abrazó por detrás. Fue un gesto natural que no solemos cultivar en público.
¿Es cierto que uno de sus editores le soltó una vez: “Qué pensaría la gente si supiera que El club de la lucha fue escrita por un grandísimo maricón”? Sí, fue un momento incomodísimo, la verdad… sobre todo para él. Cuando alguien te dice algo así, lo mejor es no darle respuesta, dejarlo flotando en el ambiente como una gran mierda apestosa el mayor tiempo posible.
No ha tenido problema en escribir sobre su afición a los sedantes, sin embargo he leído que los ha dejado. ¿Qué le ha impulsado a hacerlo? Comencé porque padezco insomnio. Puedo pasar semanas deambulando sin dormir. Después descubrí que eran una herramienta fantástica para escribir de una sentada o para soportar el ritmo de las giras promocionales. El Vicodin o el Ambien me servían para convertir mi cuerpo en una máquina que respondiera a las necesidades de descansar o de estar despierto cuando tocara. Hasta que me invitaron a un festival cultural en Borelo, Palermo, y me pillé un pedo malísimo al mezclar las pastillas con el alcohol. Acabé comportándome como un imbécil delante de gente a la que admiro tanto como el escritor John Irving. A mi vuelta a Portland estaba tan avergonzado que me dije que nunca más.
Para terminar, si acudiera a un clarividente, ¿qué le gustaría ver en la bola? No creo que pidiera ver nada, sería como hacer trampa. ¿Sabes esos ordenadores que vienen con un montón de herramientas preinstaladas pero que tienes que pagar y que te pasen un código para acceder a ellas? Pues para mí sería lo mismo: prefiero aprender a manejar las herramientas antes que pagar por que otro me resuelva la papeleta.
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