¿Por qué caminas raro? Lo que sé sobre el abrigo gris de mi padre
Pasó el tiempo y cambió todo. Aún así, el abrigo duró mucho más que cualquier moda o capricho adolescente
Había comenzado mucho antes a intentar ponerme la ropa de mis mayores cuando no me veían. Por ejemplo, había codiciado unos zapatos color vino de ante de mi madre con una fina tirita de charol del mismo color que guardaba en un armario, dentro de una caja y no se ponía jamás y que, por eso, yo intuía debían ser muy especiales. Entre los ocho y los diez años, cuando sentía que nadie miraba, me subía a una silla y los rescataba de esa caja. Me sobraba medio zapato, y caminaba como una equilibrista sobre la cuerda con ellos hasta el baño.
Desde esa guarida silenciosa me probaba perfumes y sombras de ojos azules, rosadas y nacaradas que usaba indistintamente sobre boca, mofletes y párpados mientras colgaba en mis muñecas, enrollados, collares de perlas que había hurtado de algún otro lugar prohibido como una urraca y ahora hacía girar como si se tratara de un número circense. Tarde o temprano alguien me descubría y me obligaba a devolver las cosas a su sitio y, con impaciencia, acababa frotando un algodón con crema o jabón sobre mi rostro. Aún así, la nube de perfume de noche y brillos en la cara permanecían durante horas, días quizás.
Podríamos decir que en la infancia claramente fui una firme defensora del más es más como modelo de feminidad. Pero el verdadero amor surgió con el abrigo gris de mi padre. Todos sabemos que la adolescencia es otra cosa. La identidad muta y es fragmentaria. En los primeros años noventa, aprendí, todo referente verdaderamente interesante para mi yo adolescente venía de una posición masculina. Es decir: las cosas que molaban eran las de los chicos. Eran los años de las camisas de franela, las camisetas recortadas y los vaqueros rotos. Las sombras de ojos y el perfume habían quedado relegados al pasado y yo no sabía lo que era el glam. Como mucho, en un alarde de extravagancia, usaba un tímido eyeliner, pero nada más. ¿Cómo podía molar? Y, a la vez, ¿cómo podía ser invisible?
La respuesta vino en la forma del abrigo de tweed gris de mi padre, otra pieza hurtada porque debía ser especial. Olía a adulto, tenía un forro sedoso, y una etiqueta británica que remarcaba su autenticidad. “Es bueno”, suspiraba mi padre cuando veía que yo insistía en probármelo, pese a que me quedaba tan grande que parecía el anuncio de Polil Cruz Verde (eficacia probada). Al final, pobre, accedió. “Al menos irá abrigada a clase”, oí que le decía a mi madre. Con él, sentía adquirir superpoderes. Podría haber pedido chupitos de whisky en un bar de carretera de Wisconsin si hubiera querido, era todos los personajes importantes de todas las novelas importantes, era Judd Nelson en El club de los cinco. Básicamente, era protagonista de mi propia ficción. El abrigo neutralizaba cualquier alteridad propia de la época, yo era quien quería ser y podía imaginar ser lo que quisiera.
Pasó el tiempo y cambió todo. Aún así, el abrigo duró mucho más que las modas o caprichos adolescentes. Lo desterré, años después, por prendas más femeninas, probé las sombras y no volví a las perlas. Y hace unos años me di cuenta de que, en uno de esos retornos de la moda, se habían puesto de moda los abrigos grandes (oversize, que dicen), y me compré uno prácticamente igual en una multinacional sueca, con la misma etiqueta británica. “¿Por qué caminas raro?”, me dicen mis amigos cuando llego con él puesto a algún sitio. No se dan cuenta de que estoy en mi propio videoclip. No se enteran de nada.
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