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La rocambolesca historia del estafador que vendió la Torre Eiffel (dos veces)

El Conde Victor Lustig –un hombre austrohúngaro que en realidad tenía poco de conde– llegó a París en 1925 dispuesto a ejecutar el timo definitivo

Eiffel Tower
Dibujo de la Torre Eiffel tower en 1912.Sepia Times (Sepia Times/Universal Images Gro)
Pedro Torrijos

En 1925, un tipo muy elegante se reunió con varios empresarios parisienses y les propuso venderles la Torre Eiffel. Pese a lo descabellado de la transacción, lo hizo. Y lo volvió a hacer otra vez.

Ah, París. La ciudad de los croissants, los souflés, las creperies y todos esos tópicos que se nos vienen a la cabeza cuando pensamos en la Ciudad de la Luz. Y el mayor de ellos, que además es un icono: la Torre Eiffel. Un símbolo de París, de Francia y, si me apuran, de Europa. Siete mil trescientas toneladas de hierro forjado erigidas en unos imponentes trescientos metros de altura que dominan toda la ciudad.

Es normal, pues, que lo primero que haga cualquier visitante cuando llega a la capital gala sea dirigir sus ojos hacia la Torre Eiffel, que es lo que hizo en 1925 el Conde Victor Lustig cuando desembarcó en la Gare d’Austerlitz: mirar a la Torre. Mirarla con deseo. ¿Por qué la miraba con deseo? ¿Se sentía obnubilado por su belleza? Qué va, lo que estaba mirando era, sobre todo, las siete mil trescientas toneladas de hierro, porque el Conde Lustig –que tenía poco de conde– había llegado a París para ejecutar la estafa más grande de la historia.

Los policías Robert Godby y Peter Rubano interrogando a Victor Lustig en 1935.
Los policías Robert Godby y Peter Rubano interrogando a Victor Lustig en 1935. Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)

Lustig, un tipo encantador, fluido en cinco idiomas, de buena cháchara y aún mejor talento para escuchar, había nacido en una pequeña ciudad del Imperio Austrohúngaro y, desde muy joven, supo que sus dones eran ideales para desarrollar una brillante carrera diplomática. Lo que pasa es que las posibilidades pecuniarias de dedicarse a la diplomacia no le terminaban de convencer, así que decidió poner en práctica esas capacidades de encantador de serpientes para convertirse en el estafador más brillante del planeta.

En sus años mozos había sido jugador y mujeriego, lo que le valió una fenomenal cicatriz en la cara, algo de lo cual presumiría aduciendo que se trataba del “fruto de un duelo de honor entre nobles”. También fue en ese momento cuando comenzó a ponerse el título nobiliario falso delante de su apellido, por si colaba.

El caso es que, para 1925, el conde-que-no-era-conde ya había llevado a puerto algunos timos relacionados con la falsificación de billetes, pero como sucedía con lo de ser diplomático, esos engaños de poca monta no le parecían suficiente; si quería ser el mayor estafador del mundo, tenía que poner en práctica la mayor estafa del mundo. Así que, cuando llegó a París, ya venía preparado para ejecutar el timo definitivo: vender la Torre Eiffel. Que ustedes pensarán: “¿Pero cómo demonios se va a vender un monumento de trescientos metros y siete mil trescientas toneladas?”. Pues de la misma manera en la que cualquier persona se comería un elefante. Por trocitos pequeños.

Lustig iba a vender el monumento por partes y como chatarra porque, en 1925, la Torre Eiffel no era exactamente el símbolo intocable que es ahora; más bien era un carísimo grano en el culo para la ciudad.

Tras la Gran Guerra, y si bien el país ya estaba en avanzado proceso de recuperación económica, la Torre se había convertido en un problema. El mantenimiento de los roblones y las juntas, su limpieza constante, sus pintados y repintados (recordemos que antes de tomar su aspecto definitivo, fue roja, amarilla y naranja), el engrasado de los ascensores... todo eso era carísimo. Lo era hasta tal punto que por la sociedad parisiense circulaba el rumor de que antes o después iban a desmontar la Torre. Cuando ese rumor llegó a los oídos de Lustig, al tipo le empezaron a dar vueltas los ojos en sus órbitas con el símbolo del dólar. Esta era su oportunidad. Fue a París, encargó a un falsificador de su confianza que le fabricase membretes y medallas de la République Française y alquiló un salón en el lujoso Hotel de Crillon. Allí convocó a seis empresarios de la chatarra, se presentó como Subdirector del Servicio Nacional de Correos y Telégrafos y les soltó un discurso contándoles lo fea que era la Torre, que no pegaba con el gótico de Notre Dame ni con el neoclásico del Arco de Triunfo y, tras la cháchara, les dijo que, si bien el asunto era alto secreto y no debían contárselo a nadie, el gobierno estaba decidido a desmontarla y venderla como chatarra. Y soltó el anzuelo: ese suculento contrato sería para el empresario que pujase más alto por las siete mil trescientas toneladas de hierro.

Turistas admirando la Torre Eiffel en1936.
Turistas admirando la Torre Eiffel en1936.Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)

Es cierto que hace cien años la gente era más ingenua, pero no era idiota, así que la mayoría de los chatarreros pensaron, con razón, que el tipo elegante con la cicatriz en la cara les estaba intentando timar. Sin embargo hubo uno que picó: André Poisson (lo cual añade más gracia a la historia porque “poisson” significa “pescado”).

Como Lustig sabía que el timo perfecto es aquel en el que el timado se cree el hombre más inteligente de la habitación, enseguida detectó que Poisson iba de listo. De muy listo. El empresario deslizó que haría lo que fuese necesario para conseguir el contrato y, como un francotirador, Lustig supo que ese era el momento exacto en el que apretar el gatillo: “Si está realmente dispuesto a hacer lo que sea necesario, quizá usted y yo podamos llegar a un acuerdo... personal”. Poisson entendió enseguida de que iba el tema y le pagó 70.000 francos en calidad de soborno para asegurarse el contrato. Lustig aceptó, se estrecharon las manos y hasta la próxima. Hasta la próxima que, por supuesto, no llegó nunca porque el estafador se piró con el dinero sabiendo que el pardillo nunca abriría la boca pues eso le descubriría como sobornador.

Pero la cosa no se quedó así porque Lustig era un hombre verdaderamente insatisfecho y, en vista de que la estafa más grande de la historia había funcionado una vez, decidió que haría que funcionase una segunda vez. Dicho y hecho, un año más tarde volvió a París y volvió a convocar a un grupo de empresarios de la chatarra (unos diferentes a los primeros, claro está) con la intención de volverles a contar la misma milonga. Esta vez la cosa fue más fluida. Demasiado fluida. Tan fluida, de hecho, que en realidad era una trampa de la policía.

Unas pocas horas antes de la pantomima, un soplón informó a Lustig de lo que le esperaba en el hotel, así que nuestro entrañable estafador dijo pies para que os quiero, pilló un transatlántico y se largó a los Estados Unidos.

Tanto durante la travesía como ya en el continente americano, Victor Lustig continuó una lucrativa carrera como estafador a lo largo de una vida que, sin duda, daría para película dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por Leonardo DiCaprio. Pero esa es otra historia que quizá deba ser contada en otra ocasión.

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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