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LA PARADOJA Y EL ESTILO
Columna
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Crónica de un festival

En el comedor del hotel del FesTVal Vitoria-Gasteiz, la muerte de María Teresa Campos no pudo despegarse de una atmósfera melodramática, sensiblera y con destellos de amarillismo

Maria Teresa Campos
María Teresa Campos, periodista y presentadora de televisión, retratada en 2015.Claudio Alvarez
Boris Izaguirre

Desperté en el Festival de Televisión de Vitoria (FesTVal Vitoria-Gasteiz) con la noticia del fallecimiento de María Teresa Campos. Años atrás le entregué el premio Joan Ramón Mainat —reconocimiento profesional en cada edición del festival— en el Teatro Principal y con ese recuerdo agradecí que esa fuera mi manera de asumir su marcha, recordándola sonriente, vestida con un traje con estampación de portadas de periódicos y mariposas sobreimpresas, que luego alguien identificó como un diseño de John Galliano. Estos días muchos la hemos rememorado y honrado. María Teresa nos hizo participar de la democracia desde el sitio más público posible: la televisión. Claramente, su idea de incorporar el debate a nuestra vida diaria se volvió cotidiano, porque escenificaba la discusión familiar a través de ese otro miembro de cualquier hogar que, entonces, era la televisión.

Cuando conectaron conmigo en Vitoria, desde el especial que presentó Anne Igartiburu, no pude evitar emocionarme. Un poquito involuntariamente seguí una de las máximas de María Teresa: “No te olvides de darle al público lo que espera de ti”. Y mientras firmaba autógrafos, sonreía para fotos y soportaba ese brazo sobre el hombro que acompaña al selfi, enumeré más citas: “No todo el mundo tiene la suerte de conocer la amabilidad”. Y experiencias. Por ejemplo, cuando descubrimos la telerrealidad a la vez. Porque ella comentaba Gran Hermano desde Día a Día y yo lo convertía en un disfrute alocado en Crónicas marcianas. Compartimos el entusiasmo por lo nuevo. “Disfrutas porque lo ves como un culebrón”, me dijo rápida, como era. A ella le encantaba mi vocablo “momentazo”. Siempre me citaba cuando lo empleaba, que era una muestra de su apoyo.

En el desayuno del martes 5 de septiembre en el comedor del hotel colaborador con el FesTVal, la muerte de Campos no pudo despegarse de una atmósfera melodramática, sensiblera y con destellos de amarillismo. “¿Qué pasará con sus hijas?”. “¡Murió triste sin poder regresar a la televisión!”. “Ahora, todo son palabras dulces, pero en breve, se abrirá la caja de Pandora”, vaticinaban compañeros de todas las cadenas en la fantasmagórica sala del hotel a las afueras de Vitoria, un sitio detenido en el tiempo, específicamente en la última semana de agosto de 1991 cuando desapareció la Unión Soviética.

Como en los días previos a la perestroika, el transiberiano tren Alvia que cada año nos traslada a Vitoria recuerda al de Harry Potter, solo que en vez de llevarte a Hogwarts te deposita en este lugar, donde Gorbachov y Yeltsin son sustituidos por tus antiguos compañeros de cadena o de programas, con los que rápidamente estableces una amabilidad formal y envidiosa curiosidad por el estado de sus carreras y carteras.

En mi primera noche, me encontré en el pasillo de la tercera planta con Xelo Montesinos, flamante directora de Unicorn Content, la productora destinada a apuntalar la nueva Telecinco. De una puerta contigua, surgió Ana Rosa Quintana, flamante estrella de su tarde televisiva. Pareció algo cósmico que ese encuentro sucediera en la última noche de María Teresa en nuestras vidas. Amables, guapas y ricas, me invitaron a sumarme a la fiesta que esa noche ofrecía Telecinco para señalar el regreso de Mediaset al festival después de nueve años. Imbuido de esa amabilidad profesional, busqué el encaje territorial y me vi obligado a declinar la invitación porque debía saludar al equipo de la productora Shine Iberia que ha producido la docuserie Bosé Renacido, para Movistar+, en la que he escrito el guion y conducido las entrevistas que desvelan en su propia voz intimidades desconocidas del astro.

Al día siguiente, presentamos la serie y su productora, Macarena Rey, nos reunió en el Toloño, uno de los emblemáticos sitios de pinchos de la ciudad. Croquetas, ensaladilla, huevos con crema de boletus volaban mientras comentaban la fascinación que es Miguel Bosé y también lo sufrido, odiado y adorado que es nuestro gremio. Así, entre pinchos, cociné una nueva máxima: las personas pasan, la tele permanece.

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