París celebra la vuelta a las pasarelas con tres fiestas muy distintas
Las primeras jornadas de desfiles, con Dior a la cabeza, profundizan en una moda comunitaria, hedonista e imaginativa
Cuando en 1958 un jovencísimo Yves Saint Laurent debutó en Christian Dior tras la repentina muerte de su fundador, decidió revolucionar el breve pasado de la enseña con una colección, Trapéze, que daba la vuelta al célebre New Look de la casa: en lugar de metros de tela y siluetas ceñidas a la cintura, patrones fluidos y geométricos que se separaban del cuerpo y priorizaban, conscientemente o no, la comodidad femenina por encima del artificio estético. Tres años después, en 1961, con Saint Laurent ya haciendo historia en su propia firma, Marc Bohan, entonces director artístico de Dior, creaba el slim look, a base de prendas rectas, funcionales y minimalistas (al menos para la época) que anticipaban un cambio radical en la moda: la geometría en los patrones fue de algún modo el camino para la liberación del cuerpo femenino. A Yves Saint Laurent la prensa le aclamó la genialidad, pero ese éxito no se tradujo en la calle. Con Bohan el clamor llegó a todas partes. Y solo habían pasado tres años, pero todo había cambiado.
Ahora, que en un año y medio parece que el mundo vuelve a darse la vuelta, Maria Grazia Chiuri ha querido volver a Marc Bohan y a su pequeña gran revolución con una colección que, en su mayor parte, actualiza el Dior de los años sesenta: vestidos de cortes trapecio, trajes de chaqueta recta con falda mini o bermuda y juegos gráficos con colores planos. La directora artística de Dior convertía la carpa dispuesta en Jardín de las Tullerías en un tablero de juego de mesa por el que las modelos circulaban de casilla a casilla. O, más concretamente, en un Juego del sinsentido, una de las obras que encumbraron a la artista Anna Paparotti en los años sesenta y que ha recreado ahora para la maison francesa.
La colaboración entre Paparotti y Chiuri, que suele contar con el trabajo de creadoras femeninas para enfatizar el trasfondo de su colección (y su posicionamiento feminista), pretende hablar del juego como umbral entre la realidad y la imaginación, como espacio en el que operan otras reglas que convierten lo posible en lo imposible. Y, de forma más literal, invitar a la celebración. Porque sobre el tablero giraban bolas de discoteca y, en la pasarela, junto a la estética sesentera, brillaban vestidos de lentejuelas que resucitaban el estilo disco de los setenta (una tendencia recurrente también en desfiles de Milán y de Londres) y ropa deportiva, incluso tejanos, con estampados más nocturnos que diurnos.
Maria Grazia resume esa festividad latente en la colección evocando el Piper Club, una discoteca romana que, como Le Palace en París o el Studio 54 neoyorquino, simbolizó la unión entre intelectualidad y hedonismo en los años setenta. Una idea que, por supuesto, le sirve para redundar en lo que mejor sabe hacer: vestir a todo el mundo. Porque bajo esas bolas de discoteca y sobre ese tablero alegórico se han visto trajes de chaqueta, vestidos funcionales y para eventos, bailarinas, deportivas, chaquetas guateadas y hasta tejanos. Si algo ha aprendido Dior con Maria Grazia, además de a hacer moda con una muy necesaria mirada femenina, es a actualizar los códigos del lujo para alojar a todo tipo de público.
De celebración y comunidades, aunque de otra forma muy distinta, hablaron los dos grandes nombres de la primera jornada de desfiles el pasado lunes. Kenneth Ize volvía a la pasarela parisina tras su aclamado debut justo antes de la pandemia. En este año y medio al joven creador nigeriano le ha dado tiempo a situarse como uno de los nuevos nombres más repetidos de la industria y hasta a firmar una colaboración con la marca Karl Lagerfeld, comandada ahora por la consultora creativa Carine Roitfeld. Cuando esa creciente fama se traduce en ventas (algo que ya se sabe que no suele ir asociado) Ize reinvierte los beneficios en ampliar el taller que posee en Ilorin, una pequeña población al norte de Lagos, donde un grupo de artesanos crea para él el asoke, un tejido centenario de rayas multicolor que él ha convertido en su seña de identidad utilizándolo como base para crear piezas de sastrería occidental. Tras dos colecciones más oscuras y contenidas que presentó en formato lookbook, Ize ha vuelto a crear prendas luminosas. Trajes unisex de dos piezas y ligeros vestidos de flecos que mezclan elementos europeos y africanos. Su estilo sencillo y reconocible, que no pretende epatar pero tampoco dejar indiferente, es casi tan excepcional como su modelo de negocio, que demuestra que el encuentro entre sostenibilidad, artesanía real y desarrollo de las comunidades empobrecidas es posible.
Para Marine Serre la idea de comunidad es, de hecho, la única salida posible para esta industria en un futuro cercano. La creadora, pionera del upcycling (el uso de tejidos sobrantes) ha creado su colección más limpia hasta la fecha. Un 45% de materiales reciclados, vaquero en su mayoría, y un 45% de retales, manteles y toallas antiguas que ha convertido en innovadores trajes de patchwork. Son esas mismas piezas hogareñas las que dan peso a su colección, Ostal 24, presentada a través de un video en el Museo de la Historia de París, una historia que profundiza en todas esas nuevas utopías que la pandemia ha instalado en nuestras mentes: la vida en el campo, el culto a lo cotidiano o la felicidad del trabajo sencillo y manual. Serre se va desprendiendo poco a poco de su conocido estampado de medias lunas, presente solo en algunas piezas, para adentrar en un diseño más complejo y menos efectista. También se ha desprendido de esos desfiles apocalípticos con los que se hizo famosa. Si en su colección anterior hablaba de la importancia de los lazos familiares, en esta su discurso habla implícitamente del rechazo al consumo masivo y el optimismo que reportan las prendas longevas y sencillas.
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