La piscina con pedigrí: de Matisse a Joan Didion (y unas gotas de política)
Ahora que los trillonarios construyen mansiones con spas privados y salas para Zoom, sería la ocasión de encargar a artistas piscinas de autor. Aquí queda esa idea
Sugerencia de lectura: estas líneas se pueden acompañar de cualquier canción de Joni Mitchell, a quien Norman Seeff fotografió flotando en una piscina de Los Ángeles.
“Me voy a hacer mi propia piscina”. Estas palabras no las dijo alguien acalorado tras pasar una mañana de agosto en una playa de Alicante. Las pronunció Matisse al volver de una piscina de Cannes y sufrir su “sol abrasador”. Aquel día de 1952 se había levantado diciendo: “Quiero ver gente buceando”. Lydia Delectorskaya, su mano derecha y modelo, lo llevó a su piscina favorita, pero al pintor no debió gustarle la experiencia y a la vuelta soltó esa frase, que fue el origen de una de las piscinas más curiosas de la historia del arte. Matisse quería su piscina y tuvo su piscina. La construyó con papel y figuras recortadas, sus famosos cut-outs. Pidió a Delectorskaya que rodeara con un papel blanco la pared de una habitación de su casa del Hotel Regina de Niza; sobre ella iba cortando y pegando figuras de nadadores, criaturas acuáticas y esos bañistas que se había empeñado en ver. Esta obra se llama The Swimming Pool, está custodiada en el MoMA y se exhibe en contadas ocasiones. Cuando esto ocurra hay que ir a verla: es una rareza.
Todas las piscinas diseñadas o dibujadas por artistas lo son. Lo extraño es que no haya más. Una piscina es un lienzo en blanco (o en azul) que pocas veces se usa como tal. Ahora que los trillonarios construyen mansiones con spas privados y salas para Zoom sería la ocasión de encargar a artistas piscinas de autor. Aquí queda esa idea. Para inspirar lanzamos un ejemplo cercano. Se trata de El Martinete, una propiedad marbellí que perteneció a Antonio El Bailarín y que cuenta con una piscina del mismísimo Picasso. Esta frase tiene algo de trampa. El pintor no se metió dentro a pintarla, pero como titular impone. La historia comenzó en el 80 cumpleaños de Picasso; en aquella fiesta Antonio bailó ante él y el pintor, arrebatado, dibujó un retrato suyo y se lo regaló. Años más tarde el bailarín decidió que lo trasladaría al suelo de la piscina de su finca, que se vendió en 2018 por 15 millones de euros. Esta piscina, otra rareza, reúne un mito dentro de otro mito. Quizás por eso una imagen de ella fue la publicación que más likes recibió en el Instagram de la revista AD en todo 2020. Tiene sentido que el año que vivimos encerrados la piscina mediterránea de Picasso se llevara el amor digital de 14.000 personas.
Y aquí, como cada verano, aparece David Hockney, el gran pintor de piscinas del siglo XX. Él sí se metió dentro de una piscina (vacía) para pintarla. Una mañana de 1988 se plantó en el Hotel Hollywood Roosevelt de Los Ángeles con una camiseta de sisa amarilla, un sombrero, una lata de pintura azul y cuatro horas después el hotel tenía su Hockney. Este artista británico pronunció años antes una frase de esas que nacen con vocación de cita. “Me llevó dos semanas pintar un salto de dos segundos”. Se refería al splash, al agua salpicada tras un salto del cuadro A Bigger Splash, el más famoso de la serie de cuadros de piscinas que pintó a mediados de los 60. Hockney, como buen británico, estaba fascinado con la cultura piscinil de California; veía en ella hedonismo, calor, erotismo, arquitectura moderna y movimiento. Con todo eso y con la herencia de dos nombres que aparecen más arriba, Picasso y Matisse, Hockney creó su propio lenguaje. El agua de sus cuadros nos salpica. En días de calor como estos apetece buscar sus piscinas y colocarse ante ellas. Parece que la temperatura baja 10 grados; o sube, según se mire.
Si Hockney fue el pintor de las piscinas californianas, Cheever fue su escritor. Pero este año vamos a dejarlo tranquilo; al pobre hombre lo sacamos a pasear todos los veranos. La culpa es suya: a quién se le ocurre escribir un cuento en el que el protagonista recorre su condado nadando de piscina a piscina. Como para no usarlo cada agosto. Este no, este recurriremos a Joan Didion, otra ideóloga piscinera. En Pinterest se encuentran citas suyas sobre el tema. La más popular dice: “Una piscina es agua hecha disponible y útil y, como tal, es infinitamente relajante para el ojo occidental”. Para esta escritora de Sacramento una piscina es orden y deseo y aquí va otra de sus frases célebres: “Siempre he querido una piscina y nunca he tenido una”. Y una más: “El agua es importante para quien no la tiene, como el control”. Su obsesión por el agua permea gran parte de su obra. Es curioso: en Google Imágenes no hay imágenes de ella dentro de ninguna piscina. Es fácil imaginarla en su bordillo, vestida, observando, fumando en silencio.
En la época en la que Didion escribía sobre piscinas y Hockney las pintaba, había muchas en California. Según un artículo de Frank Mulkahi publicado por Los Angeles Times en marzo de 1961, ese año unas 150.000 piscinas ocupaban siete millas cuadradas de la superficie de la región. Esa es mucha agua. Esto nos lleva a Cheever, al que parece imposible no agarrar por la camiseta en estas fechas. El protagonista de El Nadador da nombre a un concepto que aparece en La España de las Piscinas, el estupendo ensayo de Jorge Dioni López (Arpa, 2021). Él habla del índice Ned Merrill, el número de piscinas por cada 100 habitantes. La tesis del libro es que el urbanismo crea ideología y que las piscinas, como las rotondas, hablan de un modelo de país que favorece el individualismo, la competitividad y que conduce a ciudades dispersas, a burbujas autosuficientes y aisladas. Ese índice da pistas de cómo y quién vive en cada lugar. Para Dioni la piscina es política; para Hockney es hedonismo; para Didion orden y para Cheever (prometido, esta es la última vez), metáfora. Una piscina nunca es inocente, aunque tenga cara de buena.
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