¡Nadad, nadad, malditos!: la piscina como pista de baile
Una piscina puede ser una pista de baile. Si eres alguien de otro planeta podrás bailar dentro del agua. Para bailar fuera solo necesitas que te inviten a una fiesta
La presencia de una piscina en una fiesta tiene dentro la comedia y la tragedia. Encierra dos posibilidades latentes: la del sexo y la de una caída al agua y ambas son interesantes. La fiesta definitiva se celebra en torno a una piscina. Solo hay que repasar la escena de la fiesta de El Gran Gatsby o imágenes de las celebradas en los ochenta en la del Marbella Club. A su lado, el resto parecen mates, deshidratadas. Toda fiesta piscinera destila esa confianza que tienen los ambientes con la autoestima en su sitio. Las ondas magnéticas que desprende invitan al cóctel, la charla fresca y las miradas furtivas; lo que debe ser una fiesta. Si le añadimos un elefante multicolor, la llenamos de espuma y le ponemos música de Mancini entonces tenemos El guateque, la fiesta de las fiestas. En la película de Blake Edwards la piscina (alerta, cliché) es una protagonista más. En torno a ella, situada en el centro del salón, ocurren 10.000 disparates. Esa es una de esas fiestas a la que no sabemos si es mejor que nos inviten o que no.
Otro asunto bien distinto es intentar bailar dentro de una piscina. Todo el mundo es torpe cuando lo intenta. Arquímedes, qué incordio. Los bailes en piscina son cosa de diosas como Svetlana Romashina, la multicampeona de la natación sincronizada actual o Esther Williams, la gran bailarina acuática de la historia del cine. Esta actriz-atleta fue la única estrella de un género, el musical acuático, que comienza y termina en ella. Williams comenzó su carrera como nadadora e incluso fue seleccionada para los Juegos Olímpicos de 1940 en Helsinki. Al suspenderse debido al estallido de la II Guerra Mundial tuvo que abandonar su sueño deportivo y comenzó a trabajar como modelo y en espectáculos acuáticos. Un cazatalentos la vio, la fichó y se la llevó a Hollywood. Allí tuvo que cambiar su forma de nadar: ya no se trataba de nadar rápido, sino de nadar lento. Tenía que nadar bonito. Eso se parecía a bailar en el agua y hay que ser una experta para hacerlo. La película que lanzó a la fama a Esther Williams fue Escuela de Sirenas que, vista hoy, parece un desfile de Valentino en una piscina enorme. El estudio construyó una especial para la actriz con ascensores hidráulicos, mangueras de aire y grúas para las tomas aéreas. Ese sería su ascensor social: esa película la convirtió en una estrella. Al país, en plena posguerra, le venía bien esa mujer tan sana, tan norteamericana, tan sonriente hasta debajo del agua. A ella hay que agradecerle otros avances. Uno de ellos es que ayudó a la difusión de la natación sincronizada. Romashina baila, en parte, gracias a Williams. Otro es que impulsó la creación del maquillaje waterproof. Ella, que nadó/bailó en 25 musicales, que se sentó con los maquilladores de la Metro Goldwyn Mayer hasta lograr desarrollar el cosmético perfecto. Cada vez que usted se ponga máscara de pestañas o un labial que no desaparece cuando nada o llora piense en ella.
Esther Williams cumplió una función similar la ejercida años antes por otro personaje-isla de la historia del cine, los bailes y las piscinas: Busby Berkeley. Este hombre, que comenzó dirigiendo desfiles militares en la I Guerra Mundial, inventó un tipo de espectáculo nunca visto hasta entonces. Sus coreografías caleidoscópicas, qué fantasía, implicaban decenas de nadadoras-bailarinas. Berkeley dirigió algunas de las de Williams. Aún hoy es imposible verlas sin decir “oh”; incluso en voz alta. Igual que la actriz fue un escape en un momento en el que Estados Unidos necesitaba ánimo, los bailes de este coreógrafo fueron un refugio para los espectadores de la Depresión. La vida podía ser dura, pero mientras unas mujeres bailaran dentro del agua había esperanza.
Cuando Esther Williams se cansó de dar brazadas (estuvo dos décadas haciéndolo) quiso convertirse en una actriz a secas y… seca, pero ni el estudio ni el público se lo permitieron. La querían en el agua. Terminó lanzando su propia marca de trajes de baño, que siguen a la venta en la web de su nombre, e incluso su propia marca de piscinas. Es como si Anthony Perkins hubiera sido emprendedor y hubiera lanzado una colección de duchas.
Fue en la época de Busby Berkeley cuando la natación sincronizada, otra manera de bailar dentro una piscina, comenzó a llamarse así. El término se acuñó en 1934 en un espectáculo llamado The Modern Mermaids; hasta entonces se denominaba ballet acuático. En un salto hacia delante de 90 años nos plantamos en el siglo XXI, hace unas semanas. En ese momento Svetlana Romashina gana su sexta medalla de oro en las Olimpiadas de Tokio confirmando que es una alienígena. La natación sincronizada es inviable para el bañista medio. Ese cruce de danza, natación y gimnasia es extraño, es imposible. Por eso, la visión de hombres (un saludo a Pau Ribes) y mujeres con la pinza en la nariz y gesto sobreactuado bailando dentro del agua resulta tan atractiva. Si Esther Williams y Svetlana Romashina hubieran coincidido en el tiempo y el espacio podrían hablar de la dificultad de salir del agua cual nereidas y de hacer que parezca fácil lo difícil.
Empezar bailando en tierra firme y terminar haciéndolo con gracia dentro del agua es patrimonio de algunos elegidos. Eso es lo que hacen James Stewart y Donna Reed en Qué bello es vivir. La pista en la que bailan un charlestón se abre, se convierte en piscina, la pareja cae y continúa danzando. Ese lugar, icónico para los amantes de la cultura pop, existe: es el gimnasio del Beverly Hills High School, que fue construido en 1939 y sigue teniendo esa doble función de piscina y suelo firme. Este diciembre, cuando repongan la película, nos detendremos en ese momento. Hasta entonces, aún hay esperanza de terminar en el agua una noche de verano.
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