Todo sobre mi madre
Me alegré de que Almodóvar apareciera, invocado, para recordarnos la España que somos y en la que podemos convertirnos
Mi amigo, el actor Millán Salcedo, me explicó una vez que el mundo del espectáculo y el de la política deben mantenerse alejados. “Nunca sale bien”, me dijo recién mudado a Madrid. Estos largos años le han dado la razón. Yo me vi apareciendo en fotos con un alcalde vasco popular o en un vídeo junto a un candidato socialista para, después, oír los reproches de una amiga catalana: “Te metiste en el grupo de los de siempre, te creía más moderno”. A día de hoy, sigo sin entender cuál es el grupo moderno. Pero entiendo la necesidad de no mezclarse con ellos. Además, ¡es tan difícil ser fiel! Y no lo digo por transfuguismo banal e interesado.
Es otra cosa, es ansiedad provocada por la libertad que llega y el Tao que se aleja. Y también cierta sensación de paranoia: me sucede que cada vez que veo un programa de éxito siento que tengo algo que ver con los protagonistas, que los he conocido o que usan mi voz pero no mi rostro para ilustrar entrevistas de hace años. Es como si pudiera escribir un libro y titularlo: “Les conocí a todos”. Cuando escucho a Rocío Carrasco avanzar en su cruzada televisada, recuerdo las noches que pasé junto a Antonio David Flores en Crónicas Marcianas. Lo mismo empieza a sucederme con la reaparición de Antonia Dell’Atte señalando una situación similar a la de Carrasco con su exmarido Alessandro Lecquio. Siempre fue complicado sostener ese triángulo de compañerismo, dolores y aguas profundas. Encuentro necesaria esa lucha contra el encubrimiento y las inercias de la sociedad machista que retrata tan bien aquel tiempo que parecía moderno pero, en realidad, tenía demasiada grasa y polvo.
Como estamos alejados de la grasa de la campaña electoral, Rubén y yo fuimos a un restaurante clásico, en la calle de Zorrilla detrás del Congreso de los Diputados. Llegamos sin reserva porque ahora almorzamos a la 1:30 pm. Nos sentaron, muy amables, en una mesa muy cuca y estratégica. Y pronto empezó a desfilar el casting soñado de cualquier programa matutino, de Cintora o de la Sexta. “No te des importancia, que ya no estás entre los gais más poderosos”, me dijo mi marido saboreándolo. Entonces una corriente de aire cruzó de polvo de estrellas el restaurante: ¿era un aprendiz de brujo?, ¿era Campanilla? ¡No! Era un tránsfuga. Sí, era Toni Cantó, con dos acompañantes, figuración sin frase que no presentó, estrechó mi mano casi con la misma seguridad de Florentino Pérez, me pidió que no me levantara y yo sugerí que “disfrutaran de La Ancha”, porque decir “buen provecho” me atraganta. Acabé ensimismado en mi crema de verduras recordando que acababa de ver otra vez Todo sobre mi madre, donde Cantó interpreta un padre transexual y bastante tránsfuga. Me alegré de que Almodóvar apareciera, invocado, en ese momento. Para recordarnos la España que somos y en la que podemos convertirnos. Quizás para comentarle eso y exhibirme entre las editoras, productores y asesores políticos que poblaban el restaurante, fui hacia el salón contiguo, donde disfrutaba de su almuerzo el señor Cantó. Llevaba un jersey de nudos color negro. Están muy de moda, por cierto, pero el nudo se pierde en un tejido tan negro y tan en primavera. “La cosa tránsfuga” me susurró, desde su mesa, una amiga experta en moda y política, pero es cierto que le aportaba un punto existencialista al actor, no al político. Comprobé, no sin envidia, que tomaba postre. “Vaya, yo no me atreví a probarlo”, dije y noté como la polarizada acústica del recinto se moderaba . “Yo siempre me reservo para el postre”, respondió, con voz de método y sonrisa propia de una década del ochenta muy vivida. Me oí insistir: “¿Siempre, siempre?”. “Sí, siempre”, remató con una carcajada.
Recordé entonces el consejo de Millán.
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