Rozalén: “Este ansia de querer gustarle a todo el mundo es insufrible”
José Bono, su padrino de bautismo, le regaló su primera guitarra. Ahora publica su cuarto disco en el que habla de sus problemas para decir “no”
Rozalén afronta con muchos nervios las semanas de promoción de su nuevo álbum, El árbol y el bosque. Y aunque pueda parecer que con ya cuatro discos esté más que acostumbrada a las cámaras y a las entrevistas, el desasosiego se sigue apoderando de la cantante albaceteña como en el primer día. “Te lo juro, creo que con los nervios no avanzo. Me sigo poniendo igual de nerviosa”, reconoce entre risas durante una videollamada.
Estos días suponen para Rozalén el término de dos años de trabajo en el que ha buscado en su interior: “Es el disco en el que más me he observado. Hay muchos aprendizajes personales que tienen que ver con mirarse, reflexionar y preguntarse muchas cosas”. Una de esas enseñanzas es saber decir no: “Este ansia de querer gustarle a todo el mundo, de satisfacer todo el rato, es insufrible”. Como dicen algunos compañeros de profesión, está hasta en la sopa con tantas colaboraciones y hace un año se percató de que le costaba sonreír por sentirse obligada a complacer a los demás.
Todavía este es uno de sus puntos débiles, pero la perseverancia es de sus mayores cualidades, lo que la ha llevado a ser un referente de la música española: “Hay cosas que he insistido e insistido y al final han salido y han dado su fruto. Me cuesta tirar la toalla”. Con esa actitud consiguió que Julián Herráiz le diera en sus inicios la oportunidad de actuar en el Café Libertad 8, por el que han pasado otros cantautores como Rosana, Ismael Serrano y Tontxu. “Cuando llegué a Madrid Julián me dio una fecha por cansina porque fui durante tres meses, día a día, a decirle: 'Hola, soy esa de Albacete. Quiero una fecha”, recuerda con una sonrisa tímida.
Conocedor de esa actitud es su padrino de bautizo, el socialista José Bono, que la calificó de “terca” durante el programa El cielo puede esperar. El político fue quien le regaló su primera guitarra, hecha en Casasimarro (Cuenca) y con varios golpes por el paso de los años. A Rozalén le impresiona que le pregunten constantemente por Bono: “A lo mejor en mi vida lo habré visto 15 veces. Siempre me ha tratado con cariño hasta para discutir de política. Pero no hay mucho más”. No obstante, cabe destacar que no todo el mundo tiene de padrino a una persona que ha ostentado cargos como ministro de Defensa y presidente del Congreso de los Diputados. La cantante trata de restarle importancia al aclarar: “Cuando fue mi padrino él era solo presidente de Castilla-La Mancha. Mi padre trabajó con él como asesor, entonces no es tan llamativo. Se llevaban bien”.
Antes de sus andaduras políticas, Cristóbal Rozalén, padre de la artista, ejerció el sacerdocio, una vocación que abandonó al conocer a su esposa, Angelita. La complicada relación de sus padres fue plasmada en Amor prohibido, publicada en 2017. En Justo la cantante contó la historia de su tío abuelo, soldado cuyo cuerpo fue encontrado en una fosa común hace cuatro años. Y así un sinfín de canciones en las que Rozalén demuestra su capacidad de entonar temas tan delicados. Dentro de su nuevo trabajo, con El día que yo me muera, habla sin tapujos de la muerte con una visión jovial: “En lo de morirme soy muy mexicana”. “Si me muero ahora, lo que tengo que hacer es dar gracias porque han sido 34 años de tantas vivencias que hay gente que no vive ni en dos vidas”, reflexiona la artista, que quiere ser recordada como una persona alegre, transparente, honesta y coherente. Y con un toque de humor negro desvela: “A mis amigas siempre les digo: 'Si me muero, no os preocupéis, que me voy a presentar todas las noches”.
Con otro temple aborda el tema de los fallecidos por el coronavirus. El brillo en sus ojos y su voz risueña se apagan cuando alude a los amigos que han perdido a sus padres y abuelos, que se han marchado solos y sin despedida: “Es injusto”. Un sufrimiento que refleja en Aves enjauladas, tema que compuso al principio del confinamiento. Ella lo vivió en su casa de campo en Valdemorillo (Madrid) junto a su pareja, el periodista Daniel Ayllón, lejos de sus padres y su abuela nonagenaria, que se encontraban en Albacete. Conversaban mucho por teléfono hasta que un día unos vecinos les facilitaron una tableta para verse las caras: “Eso fue muy emocionante. Es imposible de agradecer lo que los vecinos de mis padres están haciendo por mi familia”.
Aunque intenta quedarse solo con cosas buenas como esta, reconoce que pecó de ingenua a raíz de la pandemia: “Al principio vivía en la utopía de pensar que esto nos iba a hacer mejores personas. Pero creo que esto está desenmascarando. Quien tiene veneno dentro veneno suelta y quien es buena gente sigue mirando por los demás”. Y para quitarle hierro al asunto comenta con resignación: “No sé yo si tenemos remedio”.
También pasó muchos días sin Beatriz Romero, la intérprete de lengua de signos que siempre la acompaña. Son amigas, compañeras de trabajo y vecinas, como uña y carne: “Cuando no está Bea me falta una mitad del cuerpo”. Este tándem que busca que la música de Rozalén esté al alcance de las personas sordas es parte de su éxito. “Siempre me han dicho que tengo que ser feliz intentando que los que estén alrededor también lo sean”, se justifica la artista, implicada en numerosas causas sociales, como el feminismo y la inmigración.
Con 14 años compuso su primer tema, precisamente sobre las pateras que llegaban a las costas españolas. Una canción que le salió “dramática, muy amarillista y mal”, como admite entre carcajadas, y que solo la han escuchado amigos de la infancia. Dos décadas después presenta La línea, con sus reflexiones y vivencias a raíz de profundizar más en este problema, viajar a diferentes países y visitar campos de refugiados. Con mayor madurez, Rozalén no ha dejado de ser esa niña dulce, nerviosa, que no sabe decir que no y que agarra su guitarra para cantar sobre el dolor y la alegría, la suya y la de los demás.
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