El príncipe Enrique y Meghan Markle, una pareja tóxica para los británicos
La popularidad de los duques de Sussex desciende cada vez más en el Reino Unido. Su contrato con Netflix ha aumentado la mala imagen de quienes fueron un día personajes queridos
El desmentido de los duques de Susex sobre su supuesta participación en un programa de telerrealidad de Netflix llegó el lunes demasiado tarde. Horas antes, el venenoso periodista Piers Morgan ya había vuelto a su habitual carga contra la pareja ante las cámaras de la televisión matinal. Que su compañera en las labores de presentación, la más ponderada Sussanna Reid, le diera por primera vez la razón es un reflejo de hasta qué punto Enrique y Meghan se han convertido en una pareja “tóxica” para muchos británicos que hasta hace poco les tenían simpatía.
Desde que el hijo menor de Carlos de Inglaterra y su esposa se mudaran al otro lado del Atlántico, tras desligarse completamente de sus funciones reales, las noticias que llegan al Reino Unido sobre sus andanzas acaban decantadas hacia el lado negativo. La última de ellas, el contrato millonario firmado con la plataforma Netflix (se especula que supera los 100 millones de euros) para crear documentales, películas y otros programas, ha reavivado las voces de quienes piden que se les despoje del título de duques, dado que se han volcado en su nueva vida de “civiles” y en hacer caja gracias a su notorio nombre. Eso no ocurrirá, porque el título fue un regalo personal de Isabel II a su adorado nieto con ocasión de su boda, hace dos años. Y es impensable que lo reclame de vuelta.
“Ella vino aquí, nos robó a nuestro príncipe y regresó a Hollywood… Y ahora Miss Privacidad [en alusión a las quejas de Meghan sobre la intrusión de los medios] va a permitir que se emita todo momento de sus vidas”, bramaba Morgan después de que el Daily Mail asegurara que los Sussex iban a participar en un reality show de Netflix. La información, que también recogió The Sun, explicaba que las cámaras iban a seguir a los duques durante tres meses en sus actividades filantrópicas, pero que no estaba claro si también tendrían acceso a la mansión que acaban de comprarse en Montecito (California), con nueve habitaciones y seis baños.
Un portavoz de la pareja negó que existieran esos planes y precisó que el convenio con Netflix se circunscribe, por el momento, a un innovador documental de naturaleza y una serie de animación, a la espera del desarrollo de otros proyectos. Pero los esfuerzos de Enrique y Meghan en proyectar la imagen de una pareja moderna y concienciada (medio ambiente, proyectos sociales…) no acaban de cuajar entre los británicos que, por ejemplo, vieron en su mayoría con malos ojos la reciente intervención pública del matrimonio en la campaña de las presidenciales de EE UU. Su llamamiento a que los estadounidenses se registren para votar en las elecciones de noviembre, si bien no se decantaba expresamente por ninguno de los candidatos, constituyó una ruptura del protocolo de la familia real que exige la neutralidad de sus miembros. Y una traición al acuerdo tácito con su abuela, la reina, de hacer todo lo posible “para salvaguardar los valores de su majestad”. Por no hablar de la perplejidad que suscitó la declaración filmada del duque (“es vital que rechacemos el discurso de odio y la desinformación…”) en la que podía intuirse entre líneas una crítica a Donald Trump.
Muchos ya no reconocen a ese príncipe que tanta empatía generaba en su tierra (a pesar de sus traspiés de juventud) y al que hoy se ve como un personaje distante, pero sobre todo desorientado. Ya no es su alteza real, ha perdido sus queridos títulos del Ejército británico y dejado de percibir fondos públicos, y sus actuales y difusos proyectos están ahora en el Hollywood de Meghan, donde parece que ella tiene la palabra. Los tabloides británicos que han tratado a la estadounidense con bastantes dosis de crueldad retratan hoy a Enrique como un pelele. Los menos siguen subrayando los prejuicios de los que ha sido víctima Meghan, una mujer trabajadora hecha a sí misma, divorciada, de raza mestiza e ideas claras. Y entienden que esa presión —de los medios y del entorno palaciego— condujera a la pareja a poner un océano por medio e inventarse una nueva vida californiana junto al pequeño Archie, de 1 año, a quien su real bisabuela apenas ha visto más allá de puntuales sesiones de Zoom. El cambio ha sido tan radical que, en esa otra vida de los Sussex, la relación con los Windsor no va más allá del universo telemático.
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