La reina Letizia frente a un año decisivo para la monarquía
La esposa de Felipe VI se muestra más cercana y natural, ha asistido ya a más actos públicos que el año pasado y empieza a ceder protagonismo a la heredera, la princesa Leonor
El pasado martes la reina Letizia cumplió 48 años, en la intimidad, sin actos oficiales y pendiente del resultado de la PCR de la princesa Leonor, que finalmente resultó negativo. Su actividad oficial no se ha parado, como tampoco lo han hecho los titulares que se fijan más en el estilismo que elige para los actos públicos a los que acude, que en el fondo del trabajo que realiza y que ha sido alabado por medios extranjeros, como ocurrió en 2019 en el documental De profesión: Reina. Julia Melchior, la periodista alemana que lo elaboró para la cadena ZDF de su país, destacó de ella “la pasión y su preparación (…), el tiempo que dedica a cada uno en cada encuentro”. Y llegó a decir a este periódico que si ella fuera española “estaría orgullosa de tenerla como reina”.
Las causas humanitarias y la defensa de la igualdad de género centran unas acciones y un discurso en el que ha ganado soltura con el paso de los años y parece sentirse más cómoda desde que don Felipe fue nombrado rey. Los escándalos del rey emérito y su forzada decisión de abandonar España no le han puesto fácil el futuro a la institución que ahora también ella representa. Su respuesta ha sido seguir su actividad institucional y escenificar, en el recorrido que los Reyes realizaron por las comunidades autónomas cuando se levantó el estado de alarma, que la familia real ahora son el rey Felipe, la reina Letizia y sus dos hijas. A pesar del confinamiento, y sin viajes al extranjero, la Reina ha asistido a más actos públicos en lo que va de año que durante todo 2019, 186 frente a 105, y ha estado mucho más presente en apariciones junto a su marido. También ha tenido la sensibilidad de mostrarse más cercana y natural apostando por una imagen menos sofisticada y acorde a los momentos que está viviendo el país.
La Casa Real anunció el 1 de noviembre de 2003 el compromiso del príncipe Felipe con la periodista Letizia Ortiz Rocasolano, un rostro conocido para los espectadores de los informativos de televisión, primero en CNN+ y después en el Telediario de Televisión Española de las nueve de la noche. Como reportera se la había visto desenvolverse como enviada especial en los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, cubriendo el desastre del Prestige, en la guerra de Iraq o en los Premios Príncipes de Asturias que tuvieron lugar solo unos días antes de que los rumores sobre su relación con don Felipe precipitaran el comunicado oficial de La Zarzuela en el que se fijaba la boda para principios del verano de 2004 en la Catedral de La Almudena de Madrid.
Sobre la intrahistoria de esos meses previos se ha especulado mucho. Si existieron vacilaciones familiares sobre la idoneidad de la novia por no ser noble y, especialmente, por estar divorciada tras un breve matrimonio con quien había sido su profesor de literatura, el príncipe Felipe se encargó de vencer los obstáculos. No en vano, años antes ya había declarado que no se sentía obligado a casarse con una princesa porque “afortunadamente la vida ya no es así”.
Sin embargo, allí estuvieron los monárquicos acérrimos con sus críticas y negros pronósticos sobre el futuro de una monarquía que aceptaba entre sus filas a una plebeya que no conocía las reglas del juego. Críticas que arreciaron aún más cuando, en el gesto más espontáneo que se recuerda desde que opositó a princesa, interrumpió a su futuro marido durante la comparecencia de la pareja frente a los periodistas el día de la petición de mano. La población en general aceptó de buen grado, casi divertida, su afán de agradar y hacer ver que llevaba bien aprendida la primera lección de su nuevo papel y dio por bueno el moderno cuento de la Cenicienta. Pero los puristas volvieron a llevarse las manos a la cabeza escandalizados.
Casi 17 años después y tras seis años como reina, se podrá decir que no es la más sonriente de las soberanas, pero cuesta encontrarle fallos en un trabajo que se ha tomado con la misma profesionalidad que cuando ejercía de periodista. Solo su perfeccionismo y afán de control parecen pasarle factura, como ocurrió en el famoso rifirrafe con la reina Sofía a la salida de la catedral de Palma y con sus hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía, de por medio.
Con doña Sofía estratégicamente relegada a un segundo plano público que trata de disimular la ausencia del rey Juan Carlos, la presencia de la reina Letizia se multiplica y visibiliza aún más. Ella y la monarquía ya miran hacia el futuro y en algunas citas, incluso de carácter informal, empieza a ceder protagonismo a la heredera, la princesa Leonor. Con pequeños gestos, como ocurrió este verano cuando se mostró en el asiento delantero del vehículo que conducía don Felipe cuando la familia llegó a Marivent.
Ahora los rumores de que no se llevaba bien con el rey, el cordón sanitario con la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin, la distancia con la familia..., se interpretan de otra manera. La altivez de la arribista que blandieron como crítica algunos, ha pasado a entenderse por muchos como la consecuencia del asombro de alguien que, llegada de fuera, percibió la ceguera de quienes creen que por su estatus todo les está permitido. También como la fiereza disimulada de una esposa y una madre por salvaguardar la posición y el futuro de los suyos.
Aprovechar su potencial es la asignatura pendiente de una casa real que debe modernizarse y convertir el trabajo y la transparencia en su bandera. Los hechos se han empeñado en demostrar que los mayores enemigos de la institución monárquica jugaban en casa y no necesitaban de la ayuda de nadie externo para hacer tambalear sus cimientos.
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