¿Por qué ya nadie hace purés? Elogio de un plato casi desaparecido
¿Cuándo fue la última vez que viste un puré que no fuera de patata en una carta? Los restaurantes han exiliado de sus cartas una palabra que encierra el mismo origen de la comida. Aquí le rendimos homenaje.
¿Seguimos comiendo purés? Los bebés, desde luego, a no ser que se alimenten con el método de alimentación complementaria a demanda. Pero los adultos… ¿solo cuando el dentista nos condena a los implantes bucales, cuando nos prohíben masticar sólidos hasta que el diente de mentira está atornillado, sintiéndonos mitad párvulos y mitad ancianos? Qué va, en absoluto: el puré sigue vivo en las casas de los cocinillas, quienes seguimos triturando de todo, verduras, champiñones, frutas o lentejas, porque el puré es la forma más sencilla de disfrutar con la cuchara. Algunos incluso añoramos aquellos copos de sobre que liofilizaron nuestra infancia.
Pero, ¿qué ha pasado en los restaurantes, han desaparecido los purés? Tal parece. O no: ¿acaso el hummus, la causa limeña o el coulis de frutos rojos, no son simples purés? ¿Acaso no llamaban al guacamole “el puré de los dioses”? ¿Qué otra cosa encierra un salmorejo, sino un puré de tomate engolado? Lo mismo la mantequilla de cacahuete yanqui o el mangú de plátano dominicano: ¿por qué le avergüenza entonces al chef del siglo XXI una palabra que reúne a la vez una técnica y una semilla de recetas?
El puré en la historia de la cocina
Recurrimos a varias biblias gastronómicas de distintas épocas para entender cómo se ha forjado este entierro. En Mi cocina de Escoffier, publicado en 1934, aparecen 17 purés y 12 cremas. En las 1.080 recetas de cocina de Simone Ortega, de 1972, encuentras 13 purés y 14 cremas (incluidas las pasteleras). En el primer volumen de El menú de cada día de Karlos Arguiñano, de 1992, cinco cremas. El puré fue, pues, pata fundamental de la gastronomía durante la pasada centuria, sin embargo, desde entonces se ha precipitado al olvido como esa montaña burda que el protagonista de Encuentros en la Tercera Fase moldeaba sobre el plato.
En 1999, para celebrar el cambio de milenio, Ferrán Adrià y Juan Mari Arzak publicaron un libro con recetas exquisitas que alegraran las primeras navidades de los 2000: comidas y cenas familiares a base de trufas, langostas, besugos, angulas y un montón de foie. Un carro de la compra relamido que retrataba una época, cuando no sospechábamos que los andamios de la especulación se iban a desmoronar, que internet era algo más que tecnología, que la alegre deslocalización industrial nos dejaría al albur de China y que aquella economía de obreros con bemeuves y piscina se terminaría en 2008 para nunca regresar. En 1999, España solo veía por delante campos de rosas y ostras.
Ferrán y Juan Mari presentaban su libro finisecular como la “consecuencia de muchos esfuerzos realizados en España durante los últimos treinta años”, como una síntesis de la “modernización” de nuestra cocina tras sumarse “al movimiento que representa Paul Bocuse en Francia”. O sea, a la Nouvelle Cuisine. En sus últimas páginas, Celebrar el milenio con Arzak & Adrià adjuntaba las preparaciones básicas para aquellas recetas complejas: aceites, caldos, jugos, salsas, y también tres purés: de garbanzos, de puerros y de patata.
Sin embargo, los purés no aparecían mencionados en los nombres de los platos. Quedaban soterrados, con la única excepción del “puré graso”, o puré de patata con foie. Porque la Era del Ladrillo fue también la Era del Pato: todo lo que tocaba su hígado se transformaba en oro culinario. Conforme dejamos de decir “puré” empezamos a pronunciar “crema”, “espuma”, “aire”, “nube”, hinchándonos como los pagos aplazados de una tarjeta de crédito.
Veintidós años después, es rarísimo encontrar en una carta un puré como plato principal, e incluso como guarnición. Pocos cocineros mantienen una palabra exiliada que, en la mentalidad esnob de Instagram, sugiere incluso pereza profesional: parece que simplemente has escachado algo, una pobre calabaza incapaz de asustar en Halloween o unos miserables guisantes sin lágrimas. En el mejor de los casos, los menús presentan un “parmentier” o acaso alguna solitaria “crema”, término igualmente en desuso porque resuena a enfermo, a comida de hospital. A moribundo. ¿Tienen algo que decir los muertos al respecto del puré? Pues sí, y mucho. Hasta nuestros más antiguos ancestros.
Origen y final
Paul Bocuse, considerado el mejor cocinero del siglo XX, falleció en 2018. En su libro más influyente, La cocina de mercado, de 1976, dejó un homenaje al humilde puré de patatas que resume su filosofía, al aplicar todo su ingenio en la búsqueda del puré perfecto. Nueva cocina para embellecer lo heredado, el condumio modesto de sus abuelos. En 2018 también falleció Joël Robuchon, el chef con más estrellas Michelin de la historia. ¿Sabéis cuál fue su plato más aplaudido, el que subrayaron todos los panegíricos? Caramba: el puré de patata.
Quizá la incorporación española a la Nouvelle Cuisine acabó olvidando el carácter popular del movimiento, la raigambre ciudadana de aquel afortunado akelarre francés. Porque aquí no empezamos a reivindicar de verdad la cocina de mercado, el producto frente a la vanguardia, hasta que nos quedamos sin dinero a partir de la recesión de 2008. Cuando la tecnococina se quedó sin clientes entre la clase media y regresamos al fuagrás a la fuerza.
Algunos purés soberbios, como los de Hilario Arbelaitz o Martín Berasategui han sido aclamados por la comunidad gourmet, pero, en general, nos hemos olvidado de un plato que encierra la historia de la cocina, que es origen y final: papilla con la que te recibe la vida, que aligera tu madurez y que te despide en la vejez como última cena. Pero también el puré como génesis del simio inteligente, ese mamífero evolucionado que hoy camina hacia la extinción destruyendo su planeta.
La cocina, entendida como el dominio del fuego para alimentarnos mejor, comenzó quemando cereales, verduras y hortalizas para luego machacarlas y hacerlas digestivas. Richard Wrangham, autor de En Llamas. Como la cocina nos hizo humanos, subraya que los tubérculos ocuparon un papel primordial en dicho proceso, al propiciar con su consumo la reducción de nuestros estómagos y el agrandamiento del cerebro. El puré nos irguió como sapiens por encima de los australopithecus. Hicimos del planeta un mercado cuando aprendimos a cocinarlo, calentándolo y triturándolo.
El elemento primigenio
En el caso del puré de patata, rey de reyes, su historia es más fascinante todavía. La patata proviene de las montañas andinas de Perú y el noroeste de Bolivia, donde la planta original era tóxica. Algunos animales aprendieron a ingerirla lamiendo antes arcilla, a la cual se adherían las toxinas del tubérculo, despejando el peligro para el organismo. Los humanos andinos, espabilados, hicieron lo mismo, a menudo, machacándola para doblegar su dureza.
En el siglo XVI, cuando los españoles invadieron América, la patata ya era comestible, pero fue despreciada como alimento infame para pobres y bestias. La Iglesia no la aceptaba como pago del diezmo y la aristocracia la arrojaba a los cerdos y a los sirvientes. Los campesinos europeos de varios siglos le deben su supervivencia a la estupidez de los ricos: cuando faltó el tubérculo, el hambre mató a sus anchas entre los desdichados.
El amor por las patatas no se generalizó hasta el siglo XVIII, cuando Antoine-Augustin Parmentier fue capturado por los prusianos durante la Guerra de los Siete Años y obligado a tragar patatas cual puerco enemigo. Parmentier regresó a Francia liberado, bien alimentado y con un síndrome de Estocolmo monumental, hasta el punto de convencer a Luis XVI de promover el cultivo y consumo de la patata entre sus súbditos. Si te lo encontrabas por la calle, Parmentier te soltaba una chapa alucinante sobre lo rica que estaba, especialmente mezclada en un puré con mantequilla: se puso tan pesado, que acabaron adjudicándole su apellido a la receta.
Desde entonces, el puré es es identitario en medio mundo. En Estados Unidos y en Reino Unido sirve como guarnición al pavo de Acción de Gracias y las salchichas del desayuno, dos platos de bandera. En Alemania, los guisantes triturados acompañan igualmente al patriótico codillo de cerdo. En España hemos comido purés a mansalva, desde nabos hasta castañas, pues no en vano tardamos más que el resto de la Europa occidental en dejar de ser desdentados, en acceder al progreso. “Puré” proviene del francés “purée”, a su vez descendiente del “purer” latino, que significa purificar o refinar. Es bastante triste que lo estemos olvidando por, precisamente, creernos refinados frente a lo antiguo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.