Hablar de calorías: tan absurdo como anticuado
El debate de las calorías es el más estéril y viejuno de la nutrición, y solo interesa a profesionales prehistóricos y a una parte de la industria. La clave está en fijarse, simplemente, en los alimentos.
A principios de los 2000 hubo un anuncio que llamó mucho mi atención. En él, un hombre hacía gala de un extraordinario don: calcular ipso facto el número exacto de calorías que tenía aquello que se le ponía delante de los ojos (hasta llegar al éxtasis delante de un lineal en el supermercado). Tengo que reconocer que algunas personas de mi entorno, tras ver el anuncio, me decían “eres tú, eres tú”, y debo reconocer que yo también viví un tiempo obnubilado desde el punto de vista profesional por el paradigma calórico, pero a día de hoy esta es ya una pantalla ampliamente superada.
La publicidad de aquel hombre superdotado, y muchas otras, son el vivo ejemplo de hasta qué punto nos hemos obsesionado con esto de las calorías. De hecho, en la mayor parte de los grados de Nutrición Humana y Dietética —los que conducen a la formación de dietistas-nutricionistas— destinan una parte importante de su tiempo a poner en valor el asunto calórico. Y lo hacen, a mi modo de ver, de una forma absolutamente descontextualizada, por lo exagerado.
A las calorías hay que conocerlas, eso quizá sea cierto todavía —a pesar de mi discurso reconozco que me cuesta desprenderme de ellas— pero, cada vez con más seguridad, hay que empezar a tratarlas como a esa pareja con la que, después de muchísimos años de dependencia, reconocemos que la relación no tiene ningún sentido (hasta que se convierte solo en un recuerdo que podamos evocar con media sonrisa en la cara).
Así empezó todo
Toma nota de este nombre: Wilbur Olin Atwater. Aunque no lo sepas, este hombre está en el origen del tinglado más grande jamás montado en el terreno de la alimentación, y también el que más profundo ha calado en casi todas las culturas. De hecho, sería bastante fácil acertar si decimos que tú mismo realizas buena parte de tus elecciones alimentarias basadas en el germen que este buen señor sembró, agárrate a la silla, allá por el siglo XIX.
Sí, las calorías, esas diminutas criaturas de las cuales se dice —desde una perspectiva guasona— que viven en los armarios roperos, y cuyo cometido consiste en estrechar cada noche nuestra ropa mientras dormimos. Las que nadie quiere, impopulares desde su misma creación y siempre vilipendiadas, en especial cuando se presentan en populosa compañía a modo de encierro sanferminero. Unas cabronas de la cabeza a los pies y de la primera a la última. El bueno de Wilbur no solamente edificó el constructo calórico de los alimentos, sino que también le dio carta de credibilidad en el preciso momento que estableció que las calorías serían la unidad técnica con la que medir su valor energético.
Ya que hablamos de su número, y por una mera cuestión de rigor, es preciso mencionar que cuando hablamos de calorías en un alimento, siempre se hace referencia a kilocalorías, que son lo mismo, pero de mil en mil. Nota no apta para hipocondriacos: ese yogurcín desnatado, sin azúcares añadidos y bajo en todo que te vas comer, no tiene “solo” 45 calorías, en realidad lo que tiene son 45 kcal, que es lo mismo que 45.000 calorías.
Pero no hemos venido hasta aquí para hablar de las menudencias de las calorías, ni mucho menos: nuestro plan es que dejes de mirarlas mal. Más aún, la idea es que dejes de mirarlas; punto: ni bien, ni mal. Que pases cuatro pueblos de prestarles atención, vamos. La razón es que, en base a lo que hoy sabemos de nutrición —que, aunque no lo parezca, es bastante más que lo que sabíamos en el siglo XIX— a las calorías hay que hacerles tanto caso como a la primera rebanada del pan de molde.
La imposibilidad del control calórico
Te voy a contar un secreto, pero que quede entre tú y yo: a los dos únicos colectivos a los que les interesa este tema son los profesionales prehistóricos —aunque tengan 21 años— de la nutrición y la dietética que viven de vender dietas simplistas calibradas por gramos y kilocalorías de lunes a domingo; y el de cierto sector de la industria alimentaria. A ambos les interesa este discurso, porque con las calorías pueden comerte la cabeza hasta que te obsesiones y termines siendo tan dócil como un burro con el sistema del palo y la zanahoria.
Tampoco tienen en cuenta que la parte consciente ejerce un mínimo efecto sobre la toma de decisiones alimentaria, y que la cuestión calórica es solo una parte de ese mínimo efecto. Llegado este punto tengo que volver a recomendar la obra de Luis Jiménez El cerebro obeso, en el que se ofrece una estupenda perspectiva de por qué nuestras elecciones alimentarias son las que son, y por qué es tan difícil lidiar, en estas circunstancias, con la obesidad en un entorno hostil caracterizado por una salvaje abundancia alimentaria (y publicitaria).
La adoración calórica en la tabla de información nutricional de los alimentos, también es un poco para hacérnoslo mirar. Sobre todo porque las distintas tablas de composición de alimentos —esas que nos informan de la cantidad de calorías y los nutrientes que contienen—, cuando se comparan entre sí desvelan unas diferencias significativas. Si te va el rollo este de las calorías y vas a comer manzanas o palmeras de chocolate conviene que decidas las tablas por las que te vas a guiar: ya te adelanto que, si coinciden, será por mera casualidad. La considerable variabilidad de los datos en las tablas de composición de alimentos, ya la pusieron de relieve Ismael San Mauro Martín y B. Hernández Rodríguez, buenos compañeros de profesión, cuando publicaron Herramientas para la calibración de menús y cálculo de la composición nutricional de los alimentos; validez y variabilidad del que di cuenta en este artículo.
El ‘nutricionismo’ es a los nutrientes lo que el ‘caloricentrismo’ a las calorías
Escoger salchichas de Frankfurt por su riqueza en fósforo, o bollos industriales por su riqueza en hierro resulta sin duda una terrible idea. Dos malas elecciones, en general, si lo que se pretende es un patrón de alimentación saludable; pero son buenos ejemplos para resaltar la absurdez del nutricionismo: poner en alza un alimento, por lo general malsano, en base a la presencia o ausencia de un nutriente estrella o estrellado, respectivamente (un buen caso de lo segundo sería, por ejemplo, el cansino “sin aceite de palma”).
Si has entendido este sencillo concepto, el de los productos “con lo que sea” y “sin lo que sea” presentes en ciertos comestibles de nefasto pronóstico nutricional, también te será muy fácil entender la tontuna de usar las calorías como punto de palanca salutífero. Al final, el asunto funciona exactamente igual, y consiste en juzgar de forma totalizadora el valor de un determinado alimento o receta por sus calorías: muchas calorías, malo; pocas, bueno.
En este —descacharrante— orden de cosas, las alegaciones publicitarias: “Con un 30% menos de calorías” o “sin calorías” o “solo 99 kcal”, son algunos de los mejores heraldos a la hora de anunciar que estás delante, casi seguro, de una bazofia nutricional. Sin embargo, estadísticamente hablando, con los grandes números en la mano que ofrecen los miles de millones de consumidores, estas expresiones parecen elegidas para la gloria y triunfan allá donde van. Si bien el reclamo de ser bajo o sin calorías suele ser presagio de tener en las manos una pésima elección dietética, existe un terror popular e infundado a alimentos perfectamente válidos por el mero hecho de tener una cantidad elevadísima de calorías: los aceites vegetales —entre ellos los de oliva— y los frutos secos son el ejemplo perfecto. Algo que iría contra las más preclaras recomendaciones sobre alimentación saludable, en las que se habla de hacer un uso extensivo y racional de estos productos (sí, a pesar de sus "terribles" calorías).
Sin nutrientes ni calorías ¿en qué nos fijamos?
Pues en los alimentos y ya, tal y como hacían nuestras abuelas. Es una de las tendencias respecto a las mejores recomendaciones que, a día de hoy, se pueden dar sobre alimentación saludable: aconsejar comer más de ciertos alimentos —frutas, verduras, legumbres y frutos secos—, lo menos posible de otros (ultraprocesados, carnes rojas y derivados cárnicos, alimentos con grandes cantidades de azúcar y sal) y poco más. Sin hacer ni repajolero caso al fósforo, las vitaminas o el afamado omega tres —por poner un ejemplo de nutricionismo— o si tiene muchas, pocas o un valor intermedio de calorías. Así se pone de relieve en la magnífica y reciente guía alimentaria Pequeños cambios para comer mejor: más de esto y menos de aquello, así de simple. Sin hablar de calorías, ni de nutrientes; solo alimentos.
En el terreno más personal, incluso íntimo, te puedo decir que teniendo las herramientas que tengo para calcular cuáles son las calorías que gastan aquellas tres personas que más quiero en mi vida —mis hijas y mi santa— jamás se me ha ocurrido hacerlo, más allá de compartir con ellas un mero divertimento matemático. Si no sé cuántas calorías gastan mis hijas, porque me trae de medio lado, tampoco me preocupo por proporcionarles un número concreto de las mismas cada día. Nos interesamos, eso sí, por que estas tengan un estilo de vida saludable, con una adecuada actividad física para su edad y con una oferta de alimentos razonablemente saludable a su alcance: lo demás son tonterías.
La falacia de “lo comido por lo servido”
La realidad es que aquí, y aunque alguien farde de que lo contrario, nadie sabe cuántas calorías gasta todos y cada uno de los días. En el mejor de los casos podrá hacer ciertas estimaciones, que -también en el mejor de los casos- no le servirán para nada, salvo para tener una falsa sensación de control. ¿Crees que saber la cantidad de gasolina que consumes -algo que es muy relativo- va a servir para saber cuánta gasolina tienes que echarle al depósito? Claro, no habíamos caído en la cuenta que la solución al problema mundial de la obesidad era tan sencilla como calcular el gasto calórico de cada persona y añadir las calorías en cuestión con alimentos. ¡Solucionado! (Nótese la ironía).
El caso es que el tema de la energía, el famoso principio de conservación de la misma -o “las gallinas que entran por las que salen”, que viene a ser lo mismo- tiene muy buena venta. Suena muy razonable y claro, la gente lo compra. Pero lo hace sin saber que las personas, además de distintas, no somos precisamente bombas calorimétricas perfectas (ni tampoco gallineros, como contamos en esta entrada). Si esto funcionase así, con el paradigma calórico vigente desde hace tanto tiempo -casi siglo y medio- la realidad, seamos honestos, no nos da la razón. O bien no hemos sabido entender el sistema, lo que no parece probable dada su extrema sencillez -recuerda lo de las gallinas-, o directamente el paradigma calórico, tal y como lo hemos asumido, no vale para nada o casi nada (yo soy más de la primera opción).
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