Por qué odio el táper en el trabajo y cómo lo supero
El autor cree que comer de una cajita de plástico resume todo lo que va mal en el siglo XXI. Pero si no queda más remedio que hacerlo, tiene algunos consejos para que la experiencia sea más soportable.
Comer de táper en el trabajo es una porquería, para qué vamos a engañarnos. Las cosas saben peor, con una pátina de fracaso, y el efecto que crea en el cuerpo es de congoja y pesimismo. Una nunca espera buenas noticias tras comer de táper; cada cucharada se siente como el preámbulo ambiental a que llegue alguien y te diagnostique una enfermedad irreversible.
Todo lo que rodea al táper, en calidad de microcosmos gastronómico, se opone a lo que entiendo como el placer de comer, porque es un instrumento de orden práctico, no epicúreo. En el ámbito laboral, nos sirve para hacer de la nutrición un trámite, como quien marca una casilla. «Hecho», parece decir tu cuerpo. Llevar a la oficina nuestros esfuerzos del día anterior en los fogones tiene su parte triste, por tanto. Hay algo taciturno en comer de una caja, como si un solo recipiente fuera capaz de convertir esa necesidad básica de nuestro organismo en un hábito culpable.
Esencia teórica de la tartera
El horario laboral de nuestro país es una de esas desgracias costumbristas que, de forma sorprendente, se asumen como se asume la lluvia un día de enero, con hombros mecánicamente encogidos y muecas de resignación. Es llamativo el termómetro de la ofensa española; a la gente le indigna descubrir, de repente, que un señor de corbata les ha estado robando dinero durante los últimos 20 años. Sin embargo, a nadie parece alarmarle demasiado que otros señores de corbata bastante más identificables -y aún menos democráticos-, les estén robando su tiempo de forma nada sutil, sino nítidamente comprobable en el leproso día a día de su existencia. Cabrea más que te roben abstracciones en secreto a que te roben la vida misma delante de tus ojos.
La gran muleta sobre la que se apoya la sociedad moderna para comer en el trabajo es un invento realmente siniestro. Con su transparentísima eficiencia busca aliviar, de la forma más aséptica posible, la herida que la urgencia imprime sobre el ajetreo, y que a menudo llega -invasiva-, para reinventar el placer desde una visión práctica. En cierto sentido, podría decirse que el táper es a la gastronomía del trabajador como el preservativo para la vida íntima del siglo XX. La diferencia, claro está, radica en las consecuencias. La molestia de transportar gérmenes venéreos (o, peor aún, un bebé) es más grave que el dilema cuántico que da origen a la tartera, cuya existencia se debe a la imposibilidad física de no poder estar en dos sitios a la vez.
Esta cosa nuestra de la alimentación parte de un ritual fisiológico primitivo, pero también eterno: no hay existencia posible sin nutrición que sostenga la biología. Nos acompañará siempre; por eso no deja de sorprender que la modernidad haya aplastado un momento decisivo del día, tan satisfactorio y ligado al gusto, a la estética, para reducirlo a una suerte de repostaje energético y apresurado. En la vida de un currela actual, muchas veces comer está peligrosamente cerca de mear en cuanto a su disposición moral.
Se come como se orina; mecánicamente; deprisa y sin zarandajas. Comemos, vamos, como animales. Si se descuida el mantel y la gozosa frialdad del cubierto como contraste a los primeros humos y chisporroteos de la cocina, templo de misterios donde burbujea algo parecido a la felicidad -a veces, incluso, lo único parecido a la felicidad que somos capaces de conjurar como especie-, se está descuidando, también, la propia humanidad. Sin ritualidad, somos esclavos de nuestra fisiología. ¿Qué será lo próximo? ¿Mantener relaciones sexuales sin preliminares, como búfalos?
Comer de forma apresurada e irreflexiva puede estar bien, a veces (y lo mismo se aplica a un polvo). Pero todo ha de tener un orden estético en la vida; algo que nos aproxime a la idea de control que, en teoría, nos convierte en seres racionales, dueños de nuestro destino, y capaces de mejorar y crecer. La cima evolutiva ha encontrado en la fiambrera un insulto a sus conquistas. Ese objeto transparente contiene, por decirlo de forma resumida, La Prisa. Concepto enemigo, ya desde el refranero español, de toda sofisticación o perfeccionismo; por lo que no deja de ser una especie de mediocridad envasada al vacío.
Lo malo es que se trata de una mediocridad necesaria; a veces, incluso, imprescindible. Eso sí, hay soluciones. Puede que haya que comer de táper, pero es obligado buscar, al menos, atajos transitables hacia la culminación mortífera de hundir el cubierto en el frío e impersonal recipiente, o de lo contrario acabará secándonos la vida.
Vidrio o plástico: el dilema
De cara a una mejor conservación de las comidas, es preferible utilizar tarteras que no sean de plástico. El modelo de vidrio sigue siendo un instrumento diabólico al servicio del capitalismo zombie y vulgarizando el proceso íntimo de comer, pero al menos las raciones no adquirirán un sabor gomoso ni tu salud se verá cuestionada.
Ésa es otra: la toxicidad del plástico hace que ciertos profesionales de la salud recomienden no exponer estos tápers a la cocción del microondas. En parte la culpa es del Bisnefol, conocido por ser el coco que se oculta en todos los biberones. Las empresas fabricantes lo usan para endurecer los plásticos de policarbonato como los que dan forma a buena parte de las fiambreras que puedes encontrar en cualquier bazar de saldo. Otro de los materiales considerados peligrosos es el ftalato: consumirlo es casi tan peliagudo como pronunciarlo. Para evitar que estos elementos se filtren del recipiente de plástico al almuerzo, conviene fijarse en el triángulo que el recipiente lleva grabado en la base con un número dentro, y optar por uno en el que aparezca un 2, un 4 o un 5, ya que esas cifras se corresponden con los tipos menos perjudiciales. Son más caros, pero mejores.
En cuanto al olor y el sabor, el plástico pide un uso casi inmediato: cuanto más tiempo pase ahí tu comida, más probabilidades habrá de que se convierta en una plasta atufada. La experiencia de dejar que la comida adquiera la costumbre de su recipiente puede acabar con tus papilas recibiendo cucharadas de ranciedad química. Es como entrar de golpe en el cuarto de tu sobrino antaño gótico y hoy metalero, pero cambiando el sudor hormonal por el regusto a polietileno.
Ahora bien, para los alimentos fríos -como ensaladas o ensaladillas-, no está mal rebajarse y usar materiales plásticos, porque el vidrio tiene, también, sus inconvenientes. Por ejemplo: no se me ocurre peor humillación que redondear una caída patosa con la revelación posterior de que la tartera de cristal se ha agrietado.
Protocolo de actuación en la oficina: apocalípticos e integrados
En la vida laboral de las grandes ciudades hay un espécimen en peligro de extinción que despierta ante el currito medio tanta admiración como intriga: hablamos de las personas que viven cerca de su trabajo. Tras años de infernal agonía, han sido capaces de encontrar la felicidad reduciendo al máximo la distancia entre la obligación y el descanso, entre el horror y el placer. Mirar a estas personas inspira respeto y miedo; sobre ellas brilla un aura espesa que dice, con letras de humo, Control De La Situación. Para obtener su confort habitacional, intuyes que tuvieron que superar pruebas infernales, como arrancar tres vellos púbicos de un Cerbero durmiente sin interrumpir su letargo, saliendo victoriosas. Tú no perteneces a su club: tú comes en el trabajo, y debes elegir un espacio para hacerlo.
En este aspecto, cada empresa tiene sus normas: algunas habilitan zonas específicas para que sus empleados ejecuten con vergüenza el acto. Estas áreas se suelen denominar “cocina” o “comedor”, de forma a veces ambiciosa, a veces ingenua. En otras, la gente es libre de comer donde le plazca, incluido su propio escritorio. La escena mortificante de un ser humano adulto dando dedazos al ratón mientras come fideos hiela la sangre, pero forma parte del paisaje habitual de cualquier espacio de trabajo contemporáneo.
La ciencia distingue dos razones principales que pueden llevar a alguien a cometer esta vileza contra uno mismo: la primera de ellas es la explotación. La sobreabundancia de trabajo y la falta material de tiempo para sacarlo adelante pueden llevarnos a buscar los más hórridos atajos. La segunda razón es la misantropía. Si existe una pausa más o menos reglada para ir a comer, es posible que la tendencia de algunos trabajadores al antigregarismo -o, en casos extremos, a la antipatía- haga el monólogo con una pantalla preferible al diálogo con otros seres humanos, especialmente si estos seres humanos son sus compañeros. Y, para qué vamos a engañarnos, siempre hay compañeros cuya charla es mejorable por cualquier otra interacción que ofrezca la vida, desde un scroll por el Facebook hasta una colonoscopia. Lo cierto es que por estas personas -las que comen frente a la pantalla- hay que sentir siempre compasión, pues son todas víctimas: algunas, de sus jefes; otras, de sí mismas; y las últimas, de sus vecinos de escritorio.
Hablando de vecinos, otro dilema frecuente para el usuario de la caja donde muere la ilusión atañe a la pertinencia olfativa de su rancho. Quien elija comer en su mesa ha de tener en cuenta las pituitarias de alrededor, ya que con algunos alimentos, como el pescado o el queso, sucede como con el sexo: su consumo puede resultar tan celestial el protagonista como desagradable para los demás. En los lugares de trabajo más civilizados, este tipo de disputas se resuelven con un silencioso baile de aperturas: allí donde un osado amante del roquefort quita una tapa, el tiquismiquis corre una ventana. Estos sutiles -o no tanto- gestos aportarán información valiosa al oficinista amateur, que a partir de entonces obrará con abstinente prudencia o terrorista insistencia con sus quesos, sushis o guisos de legumbres.
Por el contrario, si se decide comer en manada, hay que fijar prioridades de conversación. Compartir momentos frente al microondas estrecha hoy tantos lazos como esperar la llegada de la primavera frente a la lumbre para el hombre primitivo. Es importante saber cosas como que, a la hora de dar palique, al oficinista le entusiasman algunos ítems especulativos tan extravagantes como las vacaciones. Las vacaciones pueden convertirse en un delirio conversador para el español medio, que gusta de iniciar el tema en el tránsito que va desde la planta 0 hasta la planta X en el ascensor y no duda en reanudarlo, con idéntica pasión, cuando se encuentra a su interlocutor en la máquina del café, el baño, la fotocopiadora o el comedor, su hábitat favorito para llegar al clímax de las anécdotas vacacionales. Por lo general, la norma convenida en este tipo de intercambios es la neutralidad. Uno introduce la cuestión («¿y qué tal en…?»), escucha («aham»), y luego cuenta («pues nosotros…»). Hay algunos conversadores, sin embargo, que se sienten singularmente más cómodos en el papel de emisor que en el de receptor, optando por reducir sus preguntas a un formalismo que sirve sólo como preámbulo a su relato, encarnación verbal de las diapositivas de Patty y Selma. Lo que todo buen comedor cautivo debe saber es que en determinadas fechas le será imposible hincar el tenedor en sus tortellini sin asistir -en rol activo o pasivo- a este espectáculo interrogatorio, que se extiende a las tres facetas temporales de toda narración: el antes («¿y cuándo coges…?»), el durante («hoy último día, ¿eh?, ¿deseando ya…?»), y el después («¿y cómo te fue en…?»).
Todo se basa, pues, en elegir qué clase de compañero se quiere ser en función del uso particular que se vaya a hacer de la fiambrera ¿Alguien social? ¿Introvertido? ¿Apocalíptico? ¿Integrado? Las alternativas son variadas, y en el camino hay tantos riesgos como oportunidades. Es posible que comer de esta manera sea siempre un fracaso, pero no hay razón para que ese fracaso forme parte, al menos, de la narrativa que cada trabajador escoja protagonizar libremente.
¿Y tú, también odias comer de táper? ¿Cómo sobrevives a este ritual social? Cuéntanoslo en los comentarios (no podemos asegurarte que sirva de algo, pero al menos te desahogarás).
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