Contra la moda de los food trucks
Obsesión por la estética, personal poco cualificado, higiene cuestionable… la mayoría de food trucks necesitaría pasar una estricta ITV gastronómica.
Corría el año 1872 cuando a Walter Scott se le ocurrió que podía vender pasteles y sándwiches por las calles de Providence (Rhode Island) en un carro de caballos. “Era una buena idea, ya que en el siglo XIX los restaurantes de Estados Unidos cerraban a las 20:00 y, además, Walter podía ir donde estuvieran sus clientes”, opina Richard J. S. Gutman, director y comisario del Museo de Artes Culinarias de la Johnson & Wales University de Providence y uno de los mayores expertos en food trucks del mundo.
Poco a poco el carro fue desplazado por un camión, la idea se extendió a otras ciudades y la oferta gastronómica se sofisticó hasta que, en 2008, Kogi’s Roy Choi conquista Los Angeles con sus tacos de barbacoa asiática, hito que marca el nacimiento de los food trucks actuales.
En nuestro país, el furor se desata a mediados de 2013 y lo hace con todas las características de una burbuja gastronómica. Sin orden ni concierto pero con exceso de moderneo e intrusismo. Somos así de chulos, lo que ha tardado casi 150 años en arraigar en la cultura gastronómica popular de Estados Unidos aquí lo asimilamos en año y medio. Hoy no hay hipster que no ensucie sus barbas con las salchichas que un personal sin experiencia en hostelería despacha desde la ventanilla de una caravana muy cuqui.
El cuquismo que todo lo empaña. Lo primero que detesto de la manera en que los food trucks se están expandiendo por nuestras calles es su formato chupi-guay. Muy distinto a lo que ocurre al otro lado del Atlántico: “hay camiones clásicos cuyos encargados se ofenderían si les dijeran que van tras una clientela hipster”, dice Gutman.
#PostureoEs decirle a todos que eres un foodie y nunca haber probado un food truck
— As. Cat. FoodTrucks (@foodtruckscat) September 8, 2015
No lo negaré, mi experiencia con los food trucks es bastante negativa. Salvo excepciones contadas con los dedos de una mano ha consistido en convocatorias con el aforo sobrepasado y comida simplona, mal cocinada y subida de precio. ¿Podría achacarse a la falta de profesionalidad de los organizadores y de algunos propietarios de food trucks?
Pedro G. Asensio, copropietario de una de las caravanas que valen la pena y cocinero de dilatada carrera, confirma que “hay dos ligas: los profesionales de la hostelería que nos ponemos sobre ruedas y aficionados que montan esto porque la tortilla de patatas les sale buena”. Pedro, a bordo de su Kraken, ofrece unos bocadillos de calamares extraordinarios.
Si el intrusismo y la preocupación por la forma más que por el contenido resultan molestas, lo más grave es la falta de legislación. En determinados conclaves de food trucks los eslabones de la cadena de frío se hacen añicos y cajas de alimentos crudos se dejan bajo el sol del mediodía, sin tener en cuenta que pueden convertirse en cultivos bacteriológicos letales.
“Hay caravanas a partir de 1.000€, pero no permiten trabajar bien. Un food truck debe tener en su interior cámaras frigoríficas, agua y todo lo necesario para servir al cliente en condiciones higiénicas", dice Vincenzo Cavallaro, propietario de Na Madrona Prepara la Pasta, un auténtico food truck en el que ha invertido más de 80.000€ y con el que sirve deliciosas raciones de pasta con salsas frescas, arancini, panna cota y otras delicias italianas. Vincenzo, además, es cocinero con restaurante fijo en Caldes de Montbui (Barcelona) y uno de los fundadores de la Asociación Catalana de Food Trucks, organización que persigue la regularización de este colectivo.
Richard J. S. Gutman nos cuenta que en Estados Unidos “los food trucks están sujetos a las mismas normas de seguridad y salud que los restaurantes convencionales y, por supuesto, se requiere tener licencia”.
A pesar de todo, este verano hemos tenido más ocasiones que nunca de que un food truck atropelle nuestro estómago. Determinadas marcas –la cervecera que lo patrocina todo en Cataluña y una de yogures con superpoderes– están promoviendo las concentraciones. Deben considerarlas un suculento punto de contacto con su público. Aunque en palabras –que suscribo– de nuestra Comidista Superior, Mónica Escudero, se han convertido en “campos de concentración para foodies” que pueden hacer colas de una hora para hacerse con una ración de fideos tailandeses reguleros. Otro punto negativo: el interés por tener un público cautivo en un recinto cerrado seguirá vivo mientras haya marcas y organizadores que saquen tajada de ello.
Cabe preguntarse, como hizo David Valdivia, qué se considera un food truck. Porque, más que eso, lo que abunda en nuestro país es la pantomima gastro sobre ruedas, propiciada por la falta de escrúpulos de algunos y por la vagancia de una administración que gira la espalda a un fenómeno que, bien regulado, sí sería una fiesta.
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