El pan más imbécil de la historia
El mundo de la gastronomía, como todos los otros mundos, vive sujeto a las modas. Lo que no tiene por qué ser malo: si no las hubiera, seguramente nos aburriríamos sin nada que criticar. Miren a Arturo Pérez-Reverte, que se acaba de enterar de que en España se hacen brunches y se ha quedado tan a gustito poniéndolos de vuelta y media en un artículo, del que algunos esperamos continuación en forma de andanada contra el sushi, los cruasanes, el tomate u otras moderneces venidas recientemente de allende nuestras fronteras.
Debo de ser un mal español, porque no consigo que el brunch me irrite tanto como otra tendencia que sí saca mi Godzilla interior y me hace querer sembrar la muerte y la destrucción: la de ponerle oro a la comida. Si hacen el ridículo ejercicio de buscar en Google “las comidas más caras del mundo”, verán que bastantes de ellas lo llevan, desde postres hasta curris o pizzas. Nada justifica un buen sablazo como el oro, que se impone como ingrediente tontaina de preferencia entre los ricachones más descerebrados.
La semana pasada, sin ir más lejos, se supo que un panadero de Algatocín (Málaga) está elaborando un pan con polvo y copos del preciado metal. El producto cuesta unos 300 euros el kilo, se distribuirá por encargo a través de una gran superficie y va dirigido a los potentados rusos, chinos y árabes que frecuentan la Costa del Sol. Cada pieza lleva 250 miligramos de oro comestible que, según su autor, Juan Manuel Moreno, no aporta sabor alguno, pero si mucha exclusividad. Otro maravilloso detalle de este pan es que une el derroche más bling bling con algunos tics econaturistas, al utilizar como reclamo el uso de espelta y de maíz no transgénico.
¿Qué empuja a los pudientes de este mundo a comer oro? Tengo dos teorías. La sensata es que les pone hacer algo inalcanzable para el resto de la humanidad pobretona, aunque sea el colmo de la estupidez. La delirante es que en la intimidad de sus cuartos de baño de mármol, observan sus deposiciones a ver si brillan, y fantasean con la idea de que sus sirvientes las analicen en una suerte de moderna fiebre del oro. Aunque la visión resulte un tanto repugnante, yo casi prefiero esto último a lo primero: me encuentro mentalmente preparado para aceptar que los ricos son gente desalmada y sin escrúpulos, pero me resulta duro de tragar que lo tengan todo siendo unos redomados idiotas.
Esta columna fue publicada originalmente en la Revista Sábado de la edición impresa de EL PAÍS.
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