Cómo hacer el caldo perfecto
¿Existe alguna comida más reconfortante cuando hace frío que un buen caldo casero? Seguramente no. Por alimentarnos en formato líquido a la vez que nos calientan, no existe un preparado más efectivo para acabar con el destemple. Ahora bien, antes de que exijáis que me den 40 latigazos por publicar esta entrada en la semana que empieza la primavera, diré que los caldos son más que una bebida invernal. No sólo por la asombrosa capacidad de sus sabores para llevarnos a la infancia o por sus virtudes casi medicinales cuando estamos con el cuerpo un poco fané, sino porque son la base de un montón de platos consumibles en cualquier época del año.
Por las consultas que me llegan al correo os noto bastante perdidos en el espacio con este asunto, así que la clase de hoy va de cómo hacer un caldo perfecto. Estad atentos y tomad apuntes, porque entra todo y puede caer en el examen de fin de curso.
1. ¿Qué coño diantre estamos haciendo cuando preparamos un caldo?
Empecemos con un poco de teoría para saber por qué hacemos lo que hacemos. Al cocer alimentos en agua abundante, lo que queremos es sacar los sabores y los nutrientes de alimentos sólidos y traspasarlos a un líquido. Cuanto más secos y más exprimidos dejemos los primeros, mejor será el segundo. Para lograrlo, tenemos que partir siempre de agua fría, manejar una intensidad de calor baja y aplicar tiempos largos. Es lo que se llama una cocción por expansión.
Los caldos que se utilizan como base para cualquier otro plato se conocen como fondos. La diferencia básica es que no llevan sal, para que seamos más libres a la hora de utilizarlos, por ejemplo, para hacer una salsa, y que si los reducimos al fuego no nos queden más salados que una anchoa. Los caldos o fondos pueden ser claros u oscuros: en los primeros, los alimentos se ponen a pelo en el agua o, como mucho, las verduras y el pescado se rehogan a fuego suave con aceite y mantequilla antes. En los segundos, para que cojan color, hay que dorar la carne a fuego medio-vivo antes de cocer. Y ya vale de rollos: vamos a la práctica.
2. Los ingredientes
Un buen caldo debe de tener siempre una base vegetal sólida, que puede estar compuesta de cebolla, zanahoria, puerro, apio u otras verduras. A partir de ahí, en función de lo que busquemos, se añaden elementos animales (carne, pollo, pescado o marisco), hierbas, especias y condimentos. ¿Cuál es la clave? La mesura. Es decir, no poner cebolla a cascoporro ni inundar el caldo de verduras con sabor fuerte, como el apio, porque entonces tendras caldo de cebolla y caldo de apio por muchos huesos de pollo que pongas.
Para un kilo de carne o pescado, es suficiente con 50 a 100 gramos de cebolla, otro tanto de zanahoria, puerro o apio, más un par de dientes de ajo. Con el marisco también hay que tener especial cuidado: pásate con las cabezas de las gambas y tendrás un delicioso concentrado estilo Avecrem. Ídem con el jamón: los caldos con sabor a cerdo rancio no molan. Ante la previsible pregunta de "¿y cuánta agua pongo?", la respuesta es que debes cubrir los elementos sólidos con un par de dedos de líquido, echando un poco más si se queda seco durante la cocción.
Los caldos son muy útiles para aprovechar restos: el clásico trozo de puerro o de apio con el que no sabes qué hacer, espinas y cabezas de pescado -la del rape es la reina-, cabezas y cáscaras de mariscos, retales de carne feos o sobrantes de manojos de hierbas imposibles de gastar. Pura inteligencia económica culinaria. Pero hay que tener en cuenta algo importante...
Una hortaliza algo lacia puede tener su canto del cisne en un caldo. Pero las verduras claramente pochas o con un pie en el otro mundo, no, y no digamos ya las carnes y pescados que empiezan a oler a cura muerto. Los ingredientes que ponemos en un caldo son restos, pero deben poseer cierta nobleza. Eso excluye ojos y agallas del pescado, tripas y vísceras de carne o cualquier elemento que se pueda disolver y marcar en exceso el sabor del líquido.
Las cabezas de pescado azul no son demasiado amigas de los caldos, como tampoco verduras como la coliflor, la col, el brécol o las coles de Bruselas. A mí el nabo tampoco me gusta en estos preparados, y eso que como sabéis no tengo nada contra él. Ah, y cuidadín con los tallos de algunas hierbas: el romero y el tomillo pueden amargar, así que mejor echar sólo las hojas.
4. La leyenda del tiempo
Si lo que queremos es extraer todo el sabor a los elementos sólidos, podríamos deducir que la norma es "cuanto más tiempo mejor". Sin embargo, soy de los que piensan que un exceso de cocción puede acabar cargándose los sabores y convirtiendo los caldos en aguachirris. Así que no hagáis como la perturbada que tenía la cebolla caramelizándose medio día, porque cuatro horas son más que suficientes para los de carne, una para los de verduras y 20 minutos para los de pescado. Hay un truco bastante útil para saber cuándo está un caldo: probar los ingredientes sólidos. Si no saben a nada, es que lo han dado todo.
Los ansiosos pueden acelerar el proceso con la olla a presión. Hay quien lo considera un sacrilegio, pero si no tienes mucho tiempo y quieres ahorrar energía, a mí no me parece una opción tan descabellada.
Tomar un caldo con toda la grasaza flotando es una de las experiencias más indigestas, engordantes y repulsivas que puedes tener con la comida. Grábatelo en los brazos con un hierro candente: la sustancia NO está en la grasa. Un caldo es mil veces más apetitoso si se la hemos quitado con un procedimiento bien sencillo: una vez colado y enfriado, meterlo en la nevera, dejar que se solidifique sobre el líquido y retirar la capa de sebo con un cucharón.
Los caldos también hay que espumarlos para quitarles las impurezas. Es simple: un par de minutos después de que empiecen a hervir, preparar un plato llano con agua. Retirar la espuma con una espumadera e ir limpiándola en el agua del plato. Se tarda un minuto, y el resultado mejorará notablemente.
6. Trucos para que tu caldo sea único
- Asar los huesos de pollo, ternera o cordero -o utilizar restos de asados de estos bichos- es una manera sencilla de obtener caldos intensos y con color. Sin embargo, la carne cruda es más rica en colágeno, responsable de que el líquido cobre algo de cuerpo. Lo ideal: una mezcla de ambas.
- Los vinos son perfectos para aromatizar caldos. Hay que mojar las verduras o las carnes con ellos, dejar que pierdan el alcohol al fuego, y después añadir el agua. Como si estuvieras en Barrio Sésamo, debes poner blancos en los caldos claros y tintos en los oscuros. Los brandys van especialmente bien con los caldos de marisco, pero también con los de carne.
- No seas talibán del aceite de oliva si vas a rehogar o dorar los ingredientes del caldo. Para los caldos de pescado, la mantequilla funciona muy bien, y para los de carne, los tonos neutros del girasol pueden hacer brillar más el sabor de ésta.
- Las hierbas y especias clásicas de los caldos son el perejil, el tomillo, el romero y la pimienta en grano. Pero siempre te puedes soltar la melena con novedades como el orégano, la piel de limón, el clavo, el hinojo o las setas secas. Siempre en cantidades pequeñas para que no dominen demasiado. ¡Moderación, hermanas, moderación!
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