Desastres en la cocina: mis fracasos personales
Foto: Ainhoa Gomà
Como todo aprendizaje, el de la cocina pasa por cometer errores, sacar enseñanzas de ellos y mejorar. Todo cocinero experimentado se ha tenido que enfrentar a múltiples catástrofes antes de lograr resultados aceptables con algunos platos. El secreto está en entender los motivos, corregirlos y perseverar hasta dar con las cantidades o la técnica adecuadas.
Como forma de terapia para superar la decepción culinaria, El Comidista ha decidido abrir una sección participativa en la que podamos compartir nuestros fracasos: esas sopas desabridas, esas verduras pasadas e incomestibles, esas carnes y pescados transformadas en suelas de zapato o esas obras maestras de la repostería que degeneran en pasteles amorfos de aspecto repulsivo.
Si quieres que tu experiencia se publique en el blog, envíala a elcomidista@gmail.com, describiendo con el máximo detalle cuál era la receta y sus ingredientes, cómo estaba lo que salió y qué opinaron los que lo probaron. Si tienes foto, mejor que mejor. Entre todos trataremos de encontrar soluciones al desaguisado, y de paso aprenderemos qué se puede hacer y qué no con determinados platos.
Por si os sirven de inspiración, os confieso algunos de mis desastres más sonados en la cocina.Sopa de remolacha con grasa flotante de cerdo
Con fan de la remolacha, no me pude resistir a una receta de un libro del cocinero británico Tom Aikens, en la usaba para una sopa con yogur y bacon. Pero claro, yo tenía que poner mi toque de innovación, poniendo en vez de este último ingrediente una panceta de cerdo buenísima de Carranza (Vizcaya) que tenía en el congelador. El pequeño problema es que ésta tenía como cinco veces más grasa que el bacon normal, y por supuesto no se me ocurrió desengrasarla al pasarla por la plancha. Tomar la sopa resultante era como beber tocino líquido, pero teñido de rojo. Repugnante.
Sopicaldo amargo de pomelo y té
Regla nº 1: no te pongas exótico cuando no hay necesidad. La pulsión por ser original me llevó a preparar un postre oriental sacado de no sé qué libro en una cena en casa con parientes de mi pareja. Eran gajos de pomelo limpios de piel bañados en almíbar y almendras fileteadas, terminados con una infusión de té de jazmín. El postre, además de ser una monumental cursilada, estaba infumable: doblemente amargo por el pomelo y el té, sin ningún tipo de sabor identificable y con un aspecto de sopicaldo con cosas que tiraba para atrás. Se lo comieron educadamente.
Regla nº 2: no prepares cosas que nunca has preparado cuando tienes invitados. Una de las situaciones más embarazosas que he vivido nunca fue cuando preparé un plato tailandés para unos amigos. Era la primera vez que venían a cenar a casa, y habían oído maravillas de mis presuntas habilidades en la cocina. Como yo estaba en pleno subidón asiático después de un viaje por el Camboya y Tailandia, no se me ocurrió otra cosa que hacer unos rollitos fritos de noodles, albahaca, cacahuetes y zanahoria.
Algo fue mal con la rehidratación de las obleas de arroz que contenían los ingredientes, y al freír los rollitos éstas se tranformaron en un producto pegajoso similar a la masilla que se usa para tapar agujeros, pero aceitosa. Para mayor desgracia, una de las invitadas llevaba aparato dental, y al comer uno de los rollitos la masa le hizo una dentadura nueva imposible de despegar del metal. Nunca me atreví a preguntar si tuvo que ir al odontólogo al día siguiente, pero os aseguro que su boca tenía muy mal aspecto. Bochorno absoluto.
Ladrillo de 'brownie'
Mermelada tóxica de guindillas verdes
El único desastre culinario cuyo único perjudicado fui yo. Antes de irme de vacaciones, cometí el error de comprar un kilo de guindillas verdes frescas en el mercado. Tras usar un par de ellas en unos triángulos de queso picante, y poseído por la manía por no tirar nada, decidí conservar las demás en forma de mermelada, con la idea de usarla en otoño para acompañar carnes o cualquier otro invento que se me ocurriera.
Las guindillas tenían tal potencia de picante que al cortarlas me abrasaron literalmente las manos. Cualquier parte del cuerpo que tocara con ellas, incluida cierta que los hombres suelen coger al ir al baño, también ardía después. Entonces tuve la genial idea de ponerme crema en las manos, con lo que el picante penetró todavía más en la piel. Pasé unas 24 horas con la sensación de tener las extremidades puestas sobre una plancha al rojo vivo. En cuanto a la mermelada, conseguí a duras penas superar la quemazón que me producía acercarme a la cazuela, la puse en un bote y la metí en la nevera. Allí está todavía, esperando a que Kim Jong Il, Ahmadineyad o cualquier otro malvado tirano me haga una oferta millonaria para usarla como arma de destrucción masiva.
Envía tu desastre culinario a elcomidista@gmail.com
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