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Mostos, las casas de comida jerezanas que abren en otoño para servir vino joven y cocina tradicional

Venden su propio mosto, abren solo en los meses más fríos y sirven chacinas, platos tradicionales de jornaleros y de cuchara

Mostos, las casas de comida en Jerez
Jesús A. Cañas

Aunque Diego Ramos echó toda su vida trabajando en los campos de Jerez, a él lo que realmente le gustaba era el cante. Así que hace casi 30 años, eslomado de tanta faena, decidió hacerse la concesión de abrir los fines de semana el garaje de su casita perdida entre pagos de Jerez para servir el mosto casero que él producía por afición y echarse “unos cantecitos”. Ni cobraba —la uva la conseguía rebuscando los racimos perdidos de la vendimia en las viñas cercanas—, ni hacía falta más para que la juerga se alargara hasta noche. “Tenía más amigos que la mar, normal…”, bromea risueño Ramos, de 75 años.

De aquella afición nació el Mosto Añina (Añina, 9, Jerez de la Frontera), una de las decenas de casas de comidas que sirven vino homónimo y platos tradicionales de jornaleros entre las viñas de Jerez. Hoy el negocio, en manos de cuatro de sus hijos y sus respectivas parejas, da hasta 150 comidas al día los viernes, sábados y domingos, los únicos días que abre. Con la variable personal del cante, narrar la historia de Añina es contar la del resto de los mostos, un genuino fenómeno jerezano surgido al calor de pequeños viticultores que, desde mediados del siglo XX, decidieron abrir apartados de sus casas, garajes o tenderetes para vender sus vinos jóvenes recién fermentados en sus tiempos libres y de forma estacional, de otoño a primavera.

La idea cuajó tan bien y gustó tanto que se extendió con velocidad por los campos y barriadas rurales de Jerez, Trebujena —donde se da en garajes en el centro del pueblo— o Sanlúcar. Hoy en día es difícil determinar cuántos de esos negocios hay y cuáles han virado más a una venta o restaurante al uso. “Cada uno a su modalidad, los hay más rústicos o menos. Pero puede haber de 30 a 40 establecimientos”, estima José Berasaluce, doctor en Arte y experto gastronómico de la Universidad de Cádiz. Todos tienen —o deberían— una serie de rasgos en común: vender su propio mosto, abrir solo en los meses más fríos y servir chacinas y platos tradicionales de los jornaleros o de cuchareo: ajo caliente, campero o de viñas y berza jerezana.

En Añina, los Ramos gastan dos lebrillos de los grandes de ajo campero. “Es el plato que más sale, junto con la berza”, resume Fran, uno de los hijos de Diego, sobre unos platos que cuestan entre los 4 y los 4,50 euros. No exagera, las cazuelitas que acogen a ambas elaboraciones están presentes en casi todas las mesas de manteles de papel y sillas de plástico del mosto. El establecimiento ha ido creciendo casi entrópicamente en torno a la casa familiar. El garaje del pasado ha dado lugar a un salón pequeño con barra, una terraza, otro salón y una zona techada. “Ya hemos agrandado dos veces la cocina, de la que se encarga mi mujer”, relata Diego.

Pero, en su origen, los mostos ni siquiera servían comida. A lo sumo, unas chacinas y un ajo caliente con sus trozos de rabanitos, por aquello de ser el tiempo de ellos. Así lo hacía Diego y fue lo que documentó la antropóloga jerezana Eva Cote sobre el origen más remoto que encontró de estos negocios, El Tonicio, en 1956. El hombre, que trabajaba en viñas ajenas, decidió vender el mosto que encerraba —en Jerez se llama así al proceso de comenzar a producir vino— en el almacén de su casa, en Estella del Marqués, una entidad local autónoma de Jerez. “Era costumbre que cada uno echase a pelear su propio mosto y el de Tonicio tenía la fama de estar muy rico”, explica Cote. Hoy ese lugar sigue vivo bajo el nombre de Mosto Nicolás.

El Tonicio decidió poner mesas altas, pero como estaba en lo alto de una cuesta, “la gente salía rodando cuesta abajo cuando se iban”, detalla la antropóloga entre risas, “así que sus sucesores las quitaron”. El motivo está en que esos vinos jóvenes están recién fermentados y, a diferencia de otras zonas, con carga alcohólica. Diego Ramos presume del suyo de esta vendimia, que roza los 11,5 grados, pero de sabor tan suave y fresco que entra con facilidad. “Y va a ir a mejor, ha sido una vendimia buena. Por eso es mejor beberlo de pie, porque sino ni te enteras”, explica sobre un vino que vende desde el 1,20 del vaso a los 5 euros de la jarra.

Añina tiene este año para echar la temporada dos bocoyes —a 600 litros cada uno— y una bota, extraídos de su propia viña, que la prosperidad de su mosto le ha permitido comprar con las décadas. Con eso cree que echará la temporada, hasta marzo u abril que cerrará, movido por unas calores difícil de soportar en la zona y que empeora al propio mosto, que embotella para frenar en seco su fermentación. Ese carácter de autoproducción también es genuino en la zona, como investigó Cote: “En los años 60 y 70 del siglo XX se dieron grandes ventas de vino. Mucho trabajador se lanzó a producir su propio mosto para venderlo a la bodega. En los 80, el vino cayó en picado y a los viticultores se les pagaba poco y mal. Los que llevaban diez años encerrando su mosto pues se decidieron a abrir al público y vender directamente”.

El fenómeno engancha tanto que hay nombres que se han asentado con fuerza: el Mosto Domi —de gran tamaño y ubicado en la carretera de Trebujena, Km 2, Jerez de la Frontera—, El Candelero —que funciona más cercano a un restaurante y está en Finca candelero Barriada, Las Tablas, km 3, Jerez de la Frontera)— o El Corregidor Viejo —uno de los más conocidos (Cañada del Moro, s/n, Jerez de la Frontera)—. Aunque su origen sea otro, todos evocan, en cierta forma, a las gañanías, esos espacios dentro de las viñas donde los jornaleros vivían mientras vendimiaban, o las casas de viñas, donde vivían los guardeses de esas tierras. “No dejan de ser casas de comidas rurales donde hay cierta teatralización de los sentimientos. El urbanita sale el finde de semana a vivir la ruralidad olvidada”, valora Berasaluce.

Ese sentimiento se ve acrecentado por el bucólico entorno de viñas, asentados en sinuosas laderas, famosas en todo el mundo gracias a ser el origen de la Denominación de Origen Jerez-Sherry. También por los propios platos que se sirven en los mostos. En Añina, la sensación es como ir a comer a casa de la abuela: papas aliñás, huevos fritos con patatas y chorizo, revueltos de tagarninas, entre 7 y 8 euros el plato. No hay concesión al remilgo y la evocación a la comida más popular y modesta que comían los jornaleros es evidente. El propio ajo campero es un plato realizado con tomate, ajo y mucho pan del día anterior que se comían como almuerzo en la propia viña y que tiene múltiples variantes a lo largo y ancho de las zonas rurales de la baja Andalucía.

En todos los mostos jerezanos se puede comprar el propio vino a granel. En los cruces caminos que llevan hasta ellos una bandera roja indica su ubicación, en una costumbre de origen desconocida. La de Añina está ajada por el sol y el viento, pero tampoco parece necesitarla ya. Hace años que Ramos tuvo que destinar parte del pago que compró a aparcamiento para que la gente pudiese llegar. El primer sábado abierto de la temporada está de bote en bote, las mesas rotan y rotan hasta bien pasadas las cuatro de la tarde. Diego Ramos mira a su alrededor satisfecho y relajado. Quien le iba a decir a él que ese rebusco de racimos y cantes hasta la madrugada iban a resultar tan provechosos.

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Sobre la firma

Jesús A. Cañas
Es corresponsal de EL PAÍS en Cádiz desde 2016. Antes trabajó para periódicos del grupo Vocento. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Sevilla y es Máster de Arquitectura y Patrimonio Histórico por la US y el IAPH. En 2019, recibió el premio Cádiz de Periodismo por uno de sus trabajos sobre el narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar.
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