Milán se rebela contra la moda bella y glamurosa
Ajenas, por fin, a la mirada masculina, las primeras jornadas de la semana de la moda italiana reflexionan sobre el poder, las vivencias cotidianas y la reapropiación del cuerpo femenino
Además de la aspiración, el elitismo o la belleza en su sentido más clásico, una de las ideas implícitas que ha definido la moda femenina del siglo XX (es decir, la única moda que parecía importar en el siglo XX) es la de la mirada masculina: vestirse para seducir al otro, para sentirse guapa en su acepción más tradicional, para realzar y resultar atractiva a ojos de los demás, mayoritariamente hombres. Miuccia Prada fue una de las diseñadoras que rompió con esa convención, creando una moda en la que la austeridad e incluso el feísimo resultaban modos de enfatizar la inteligencia o el poder. Este martes en Milán ha vuelto a esa idea primigenia. “Hay un prejuicio en la moda que nos hace creer que solo el glamur es importante, y lo odio, siempre he luchado contra eso. Hay belleza en todas partes, también en los uniformes, porque los uniformes representan el cuidado”, apuntaba la diseñadora en las notas que acompañaban a la colección.
Esta idea se concretaba, como ya viene siendo habitual desde que entrara Raf Simons como codirector creativo en 2020, en una alteración de los uniformes de trabajo, ese grado cero de la moda que lo asocia a la identidad de su portador y con el que Prada ha trabajado en sus últimas colecciones para dotar de cohesión a la marca. En esta ocasión, había batas de enfermera terminadas en cola o jerséis grises combinados con faldas blancas de volantes, es decir, la mujer trabajadora y la cuidadora convertidas en novias (por si quedaba alguna duda, sonaba El Danubio azul): la idea clásica de la mujer bella y glamurosa, es decir, la mujer enfundada en un vestido nupcial, se subvertía para hablar de una belleza más realista y cotidiana, la de la mujer que viste un uniforme diario, sea el que sea, impuesto o elegido, con el que no pretende seducir o realzar, sino vivir su vida.
En Max Mara, Ian Griffiths llega a la misma conclusión con una argumentación diferente. El británico siempre basa sus colecciones en mujeres que desafiaron los prejuicios de su entorno y, en consecuencia, reflejaron su rebeldía en la indumentaria. En este caso, la elegida ha sido Émilie du Châtelet, filósofa y matemática francesa de principios del siglo XVIII y una de las primeras mujeres intelectuales reconocidas. Griffiths ha recurrido al periodo de la Ilustración francesa “porque fue un momento en el que se respondió con el raciocinio y la cultura a un momento social incierto”, explica.
La marquesa de Chatelet, traductora de Newton al francés, llevó esa racionalidad a su propio atuendo, en un momento en el que el lujo de las clases altas alcanzaba niveles hiperbólicos. Esa idea, la de una opulencia sobria y hasta rigurosa, es la que vehicula la magnífica propuesta que Max Mara presentó la mañana del jueves: amplios cinturones de cuero a modo de corsé; faldas de lana con patrones cuadrados, simulando miriñaques; vestidos de silueta globo terminados en sutiles capas y, por supuesto, abrigos y parkas, la prenda estrella de la casa italiana. Todas las prendas, funcionales y de manufactura exquisita, en beige y negro, componían lo que Griffiths ha titulado Camelcracia, aludiendo al color clásico de la firma y al reinado del sentido común, también en el armario, frente a tiempos extraños repletos de tendencias que van y vienen.
Para su tercer desfile en Diesel, Glenn Martens se ha aliado con Durex. Una enorme montaña formada por veinte mil cajas de preservativos (que luego se repartirán gratuitamente en las tiendas) era el curioso decorado para una colección que obviamente celebraba la sexualidad: con gemidos como banda sonoras, los modelos lucían prendas vaqueras rotas o desteñidas, pequeños tops estampados con labios, pantalones de cintura baja y otros elementos propios de los primeros años del 2000 pero redefinidos. Lo sexy hoy no habla de complacer a otros, sino de reapropiarse del cuerpo y mostrarlo, o no, de forma desprejuiciada y libre. En eso Martens es un maestro. Y lejos de agotar la fórmula que ha encumbrado en estos dos años a Diesel como una de las marcas fetiche la generación Z, el belga ha dado otra vuelta de tuerca más a esa difícil mezcla de prendas democráticas y vanguardistas, tan accesibles y como virales.
Un don, el de la vitalidad, que también posee Kim Jones, director creativo de Fendi, que el miércoles firmaba una de sus mejores colecciones para la casa italiana inspirándose en algo tan cercano como el armario de Delfina Delettrez, directora de joyería de la enseña e hija de Silvia Venturini Fendi. “Lleva la ropa de un modo sofisticado, pero también perverso”, explicaba el creador, refiriéndose a la forma completamente desprejuiciada con que la diseñadora luce el archivo de la casa, y que Jones traducía en prendas aparentemente básicas de colores oscuros o pasteles que se combinaban de forma tan sofisticada como libre, demostrando que basta mover una pequeña pieza en el entramado de lo políticamente correcto para cambiar todo el puzle.
Si alguien, además de Prada, despojó a la moda femenina de la mirada masculina fue Giorgio Armani. “Yo únicamente pensaba en cubrir sus necesidades en el lugar de trabajo. Darles comodidad y confianza en un ambiente nuevo para ellas, al que por fin accedían. No sé si eso me convierte o no en feminista. Creo que si lo soy o no deberían juzgarlo las propias mujeres”, contaba el pasado verano a S Moda respecto a aquellos trajes de chaqueta que, en los ochenta, definieron la estética de las mujeres que accedían por fin a puestos de poder.
Cuando una idea tiene un profundo calado social y trasciende a la propia moda, perdura y por eso Armani, como también le ocurre a Chanel, no necesita cambiarla, solo desarrollarla. La colección de Emporio que ha presentado este jueves recordaba, de hecho, al llamado uniforme Armani, esa unión de americana y bermudas, o chaqueta de terciopelo, vestido y bombín existente en el imaginario colectivo. Minutos antes del show, el propio creador, de 88 años, ajustaba personalmente cada de detalle de las modelos, los lazos que coronaban las blusas o los botones que cerraban las americanas entalladas. Fuera, ellas caminaban sonrientes, algo también poco habitual sobre una pasarela, donde siempre gobierna la cara de circunstancia. Un gesto sutil que también socava los cimientos de una industria que ya no habla, o no debería hablar, de glamur, belleza o seducción.
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