La moda salve a la reina
Atrevidos bloques de color para hacerse ver, agroestilismos de conexión popular, sastrería diplomática, uniformes políticos y hasta conciencia medioambiental. Isabel II también deja una herencia indumentaria que ha terminado por definir todo lo que es estilosamente británico
A sus graciosas majestades del Reino Unido de Gran Bretaña se las ve primero y, ya después, se las oye si procede. Así ha sido al menos estos últimos 70 años. Una deferencia para con los súbditos que Isabel II cumplió a rajatabla durante prácticamente todo su reinado: que nadie pudiera quejarse al llegar al pub, a casa o a la oficina de no haberla vislumbrado entre las multitudes cuando le tocaba aparecer en público.
Me hago notar, luego existo como institución, venía a decir este compromiso con el pueblo expresado a través de la ropa. Un férreo código de vestimenta por el que se la reconocía como (la) reina al primer vistazo, pero que también informaba de la estabilidad de la monarquía. Mientras hubiera un conjunto de abrigo y sombrero rojo buzón de correos, azul huevo de pato, rosa algodón de azúcar o verde libélula de Sandringham que vislumbrar, aunque fuera en la distancia, qué podía ir mal en Albión.
Es posible que la más longeva de los monarcas en el trono británico solo concibiera la moda como servicio público. Una herramienta útil (otra más) para el desempeño de sus obligaciones. Ponderada por el ejemplar uso del guardarropa como armadura en la arena de la geopolítica mundial de dominio masculino. De ella se ha dicho que inventó la sastrería diplomática, esa mano izquierda con los colores y, sobre todo, los estampados de alcance simbólico y casi siempre bienintencionada lectura social, política y cultural.
El peculiar sello en la indumentaria al que dio pie hace lustros que no admitía discusión, si es que alguna vez fue objeto de crítica: comedido en las medidas (ni muy largo ni muy corto, ni muy ancho ni muy alto), audaz en el manejo cromático (en bloque, de la cabeza a los pies), conservador en lo accesorio (collares de perlas de tres vueltas, guantes, mocasines de tacón bajo Anello & Davide o Salvatore Ferragamo, bolsos de charol Launer). Quizá no tendencia, pero había estilo ahí. “La reina no necesita cambiar para estar con los tiempos. Con que permanezca como es, los tiempos se adaptarán a ella”, proclamó la revista Time en 2015, al pulverizar récords como monarca en activo. Corramos un chovinista velo.
También es verdad que Isabel Alejandra María no fue educada para la moda. De hecho, se la apartó de su camino a conciencia. Se ocuparon de ello sus padres tan pronto resultó evidente su futurible coronación como Isabel II. En cuanto ascendieron al trono, Jorge VI e Isabel (la luego venerable reina madre) distanciaron a la familia real británica ética y estéticamente de todo aquello que pudiera asociarse al muy dandi tío Eduardo (brevemente, el VIII de su nombre) y la mujer por la que abdicó, la divorciada estadounidense Wallis Simpson, adicta a la alta costura parisina y definitivamente antibritish en términos de estilo.
En ese sentido, la historia del vestido con el que, la entonces aún princesa, se casó con Felipe de Edimburgo es pura propaganda Windsor: un diseño de Norman Hartnell (modista al que ya recurriera su madre en aquella primera visita a París en calidad de consorte, en 1938), pagado con los cupones para ropa de la cartilla de racionamiento de la propia Isabel y una ayuda extra de 200 cupones más que aportó el Gobierno de Churchill. En lugar de tomárselo como demostración de exceso y privilegio, al pueblo británico le pareció un bonito gesto de solidaridad con la joven y nada sofisticada novia de posguerra. Lo que se dice crear marca —hacer branding— desde 1947.
Hartnell repetiría en 1953 con el traje de la coronación. Creador de cabecera para menesteres festivos, de vestirla de día se encargó durante casi cuatro décadas Hardy Amies, uno de los primeros sastres en llevar la modernidad a Savile Road, meca sartorial londinense, a principios de los años cincuenta. La mayoría de los trajes de chaqueta box de ramalazo chanelista y los vestidos de línea A, à la Dior, eran cosa suya.
Esto demuestra que, en efecto, Isabel también tenía conocimiento de causa, aunque fuera su hermana pequeña, Margarita, quien se llevara la fama como fina estilista (Christian Dior, del que era clienta y amiga, la consideraba una “princesa de cuento de hadas”). Para el caso, la reina jamás dejaba puntada sin rematar: antes de la confección, supervisaba cada diseño y elegía los tejidos. Y, una vez decididas hechuras y telas, no solía haber vuelta atrás. Las prendas tenían una vida útil de un par de usos, tras los cuales pasaban de nuevo por el taller para valorar su reciclaje.
Así de sostenible se las gastaba mucho antes de que repetir modelo causara furor medioambiental en otras casas reales europeas. De todo eso y bastante más, en fin, da cuenta Angela Kelly, la que fuera encargada de vestuario de la monarca estas tres últimas décadas, en The Other Side of The Coin: The Queen, the Dresser and the Wardrobe (HarperCollins, 2019), un libro de memorias indumentarias, de Buckingham a Windsor pasando por Balmoral, que contó con las bendiciones de Su Graciosa Majestad.
Banderín de enganche de todo lo que se entiende estéticamente muy británico y mucho británico, sentido nada vergonzante de la extravagancia incluido, Isabel II ha terminado siendo/significando más aquello que vestía de igual manera que sus atuendos se fueron convirtiendo en la expresión de ella misma. Sobre todo según avanzaba en edad.
Una fórmula que también le funcionó cuando se encontraba de asueto, de vacaciones en el castillo escocés donde falleció el jueves y que dio nombre a su desenfadado agroestilismo: la chaqueta o el tres cuartos de lana encerados, guateados o no; la falda de tartán, ligeramente tableada; las botas de agua Wellington; el pañuelo estampado en la cabeza, anudado bajo la barbilla.
Anda que no ha tenido recorrido en las pasarelas ese estilo Balmoral, desde los días de Azzedine Alaïa y Jean-Paul Gaultier, a las más recientes interpretaciones de Phoebe Philo en su momento Céline, Stella McCartney, Sacai y hasta Richard Quinn, primer ganador del premio establecido por el British Fashion Council que lleva el nombre de la reina y distingue desde 2018 a los jóvenes diseñadores de las islas. “Como tributo a la industria y como mi legado a todos aquellos que han contribuido a la moda británica”, decía en su discurso de entrega del galardón la monarca, que bien podría haberse colgado la medalla. En unos días, la semana de la moda de Londres —cuyo calendario de desfiles sigue, en principio, adelante, con las cancelaciones de los desfiles de Burberry, proveedor de la casa real británica, y de Raf Simons— coincidirá con las reales exequias.
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