“Monogamia o bala”: por qué nos enfadamos cuando discutimos sobre amor
Eva Illouz reflexiona en ‘El fin del amor’ sobre la percepción romántica contemporánea y sostiene que el momento más significativo de las relaciones es aquel en el que “se terminan, se rompen, se desvanecen y se evaporan”
Son como un incendio imposible de extinguir: siempre hay pequeños focos activos y, de tanto en tanto, la intensidad de las llamas aumenta hasta formar una humareda visible desde cualquier rincón de internet. Son discusiones que nunca terminan, que en cualquier momento vuelven a ser virales y que reaparecen con cualquier excusa: un youtuber ha sido infiel a otro (“¿Es correcto poner los cuernos?”), un torero no se ha presentado a su propia boda (“El matrimonio: ¿cárcel o bendición?”), una concursante de Operación Triunfo explica a sus compañeros que ya “no nos esforzamos por tener relaciones humanas” (“¿Estamos consumiendo cuerpos?”) o un usuario anónimo escribe un post bienintencionado pero que roza el cliché y, precisamente por eso, alcanza a cientos de miles de personas pero también suscita críticas (“¿A estas alturas con el amor romántico?”). Con frecuencia no son más que el viejo chismorreo acelerado, pero en muchas otras ocasiones estas discusiones demuestran que cuando hablamos de amor seguimos hablando de conflictos, inseguridades y contradicciones.
Cuando un tema levanta pasiones tan encendidas y provoca tantas alianzas insólitas y enemistades inesperadas, deja de ser una cuestión privada y su elaboración pasa a formar parte de lo colectivo, es decir, de lo político. O, como defiende Eva Illouz a lo largo de toda su obra: las emociones ya no atañen solo al psicólogo y a su paciente, sino que se han convertido en el material con el que trabajan los sociólogos y en el combustible de nuestro sistema económico. Según la autora, vivimos en tiempos de capitalismo afectivo, lo que significa que estamos aplicando a nuestras relaciones personales las mismas pautas de consumo que a cualquier otro producto dentro de un mercado apabullante, presuntamente libre y potencialmente infinito. Nuestra vida emocional, como tantos otros aspectos de nuestra experiencia, sostiene Illouz, lleva años dominada por la incertidumbre.
“Estas cuestiones generan tanta discusión porque apelan a algo muy arraigado”, explica a EL PAÍS el filósofo Leo Espluga, alguien capaz de explicar a Hegel a más de 30.000 suscriptores en YouTube. “La gente ve que ponen en duda precisamente aquello sobre lo que no se duda: se puede ser de izquierdas o de derechas, pero si alguien apela a modelos de afectividad, todo se vuelve más problemático. Lo que levanta tantas asperezas es la acusación de que una manera de estar en el mundo, que puede ser la tuya, está reproduciendo violencias”.
Apocalípticos contra integrados en las aplicaciones
La tesis central de El fin del amor (Katz Editores, 2018), el ensayo de Illouz que recoge y ordena todas estas preocupaciones, es la de que la “elección negativa” es hoy tan importante para la construcción de nuestra identidad como lo fue la generalización de la “elección positiva” entre los siglos XVI y XX. “El matrimonio por amor, la amistad desinteresada, la relación compasiva con el extraño y la solidaridad nacional, entre muchos otros” serían ejemplos de esas relaciones sociales e instituciones novedosas que la socióloga identifica como “formas sociales autónomas y relativamente estables” basadas en la idea (y práctica) de la libertad que surge hace algunos siglos con el sujeto moderno. En contraste, el fenómeno de nuestro tiempo sería la renuncia a formar lazos o la formación de lazos negativos “caracterizados por su duración efímera, desprovistos de emociones y basados en una suerte de hedonismo que gira en torno al acto sexual”. Como también podría afirmar Zygmunt Bauman, autor de Amor líquido entre muchos otros ensayos que insisten en la misma metáfora, Illouz sostiene que el momento más significativo para las relaciones contemporáneas es aquel en el que “se terminan, se rompen, se desvanecen y se evaporan”.
La crítica de Illouz se opone a “los libertarios sexuales que consideran que la sexualidad mediada por el mercado de consumo libera el deseo, la creatividad y las energías sexuales” y parte de la premisa de que “la sexualidad contemporánea —y la engañosa forma de libertad que la sostiene— es contraria a los valores que impulsaron la lucha contra la emancipación sexual”. Illouz y quienes la siguen no querrían caer en las viejas formas de represión y pudor, relacionadas con la religión y el patriarcado, sino hacer frente a la que, en su opinión, es una de las trampas más perversas del capitalismo: el exceso de oferta paradójicamente reduce las alternativas y produce anomia. Sin embargo, también hay quienes, incluso desde posiciones cercanas en lo económico (coinciden en el rechazo al neoliberalismo), detectan en estas ideas los viejos fantasmas de la vigilancia y el control. Se dibuja así la primera de las grandes discusiones: ¿Estamos disfrutando de la libertad o la estamos usando para tratar a los demás como objetos?
Christo Casas es autor de Maricas malas (Paidós, 2023), un ensayo que según cuenta a este periódico es sobre “ser maricón que, como ser heterosexual, es algo que se practica a diario, que se percibe sin nombrarlo y que designa una forma específica de relacionarse con los demás y de ocupar el espacio público”. Respecto a la polémica recurrente sobre libertad y consumo, o sobre los efectos del sexo sin compromiso y las aplicaciones de citas, Casas niega la mayor y comenta que “en el relato del consumo de cuerpos subyace la clásica crítica, cargada de lgbtifobia y misoginia, a la promiscuidad; que no es una observación cuantitativa (con cuánta gente follas) sino cualitativa (en qué circunstancias follas)”. “Un marica, una mujer orgullosa de su sexualidad o una migrante latina siempre estará consumiendo cuerpos aunque haya pegado dos polvos en un año mientras que una pareja estable y tradicional que se hinche a follar cada semana no consume el cuerpo del otro. ¿Por qué? Porque la definición aquí es el compromiso con un proyecto pareja-empresa que discurre paralelo al proyecto Estado-nación: si el objetivo de tanto sexo es reproducirse, comprarse un adosado y que las criaturas hereden el tinglado, entonces ya no es degeneración consumista, es amor verdadero”, considera el escritor.
Leo Espluga también advierte de que ciertas posturas frente a prácticas contemporáneas (fundamentalmente, la de la canalización del deseo a través de aplicaciones) forman “una moralina claramente esencialista. Creo que esas críticas que se hacen a un movimiento que podría ser de liberación, como el amor libre, pueden llevarnos de manera muy problemática a naturalizar e idealizar relaciones anteriores dañinas y opresivas”. Si Illouz recuerda un célebre pasaje del sociólogo francés Durkheim en el que, a finales del siglo XIX, sostenía que el soltero que no se pone límites a sí mismo “aspira a todo y nada le satisface y está condenado a un estado de perturbación, agitación e insatisfacción”, parece que muchos pensadores jóvenes quieren escapar de ese marco que condena la promiscuidad. La polémica vuelve a estar servida.
Monogamia o bala
En su diario de 1945, la poeta uruguaya Idea Vilariño, que entonces se sentía unida románticamente a dos hombres, escribió: “Si está establecido que cada mujer debe ser de un solo hombre, yo no puedo, no puedo. Y, si a menudo me avergüenzo; es de la mentira, de la deslealtad. Pero no del hecho en sí de ser de ambos. No podría nunca dejar a uno por el otro”. Veinte años más tarde Agnès Varda grabó La felicidad, en la que el protagonista, un carpintero, escapa del modelo de hombre casado que encadena amantes o aventuras fuera del matrimonio —siempre tolerado por el patriarcado— porque está sinceramente enamorado de dos mujeres e intenta afrontarlo con responsabilidad. Así, pasando por Sartre y Beauvoir, se puede recorrer el siglo XX a través de sucesivos testimonios de amores múltiples. La escritora Brigitte Vasallo exploró el fenómeno en Pensamiento monógamo, terror poliamoroso (La Oveja Roja, 2018), un libro que ha servido casi como manual de instrucciones para defensores del poliamor deseosos de un marco teórico más allá de la experiencia propia o ajena.
Del otro lado, “monogamia o bala” es una expresión que durante 2023 se ha difundido a la velocidad de los memes. “Monogamia o bala” es algo que nadie escribe del todo en serio, pero tampoco completamente en broma y que usan como lema muchos jóvenes que persiguen o están dentro de una relación de pareja tradicional y ajustada a los límites del llamado “amor romántico”. A través de esta frase ambigua —¿para quién es la bala?—, se accede a todo un universo virtual en el que, más allá de la narrativa tradicional en torno a la pareja heterosexual y fiel, la misoginia de siempre se mezcla con los contenidos virales de cada momento. Es fácil que quien escribe “monogamia o bala” también aplique estadísticas a la vida sexual de sus posibles parejas o clasifique a las mujeres entre “wife material” (personas valiosas para casarse con ellas) o “rollos de una noche”. Ante ejemplos así, Casas defiende que el amor romántico siempre es un mito, “un constructo para que la clase trabajadora crea que también puede formar una familia, acumular capital y generar una herencia, la promesa aspiracional que en España ha cristalizado en un adosado con piscina a las afueras de la gran ciudad”. Pero, cuando tantos jóvenes siguen construyendo el relato de sus vidas o su identidad alrededor de él, de nuevo la discusión es inevitable.
Nuevos medios, idéntica confusión
María Ángeles Hernández es psicóloga y organiza con la Asociación Edisex talleres de educación afectivo-sexual en colegios e institutos. Según explica, las preocupaciones de los alumnos de ESO no son tan distintas de las de los adultos que discuten en redes sociales, aunque no hayan tenido tiempo para elaborarlas tanto: “Todavía se juzga la promiscuidad y el disfrute y es fácil que los chicos digan que hay ‘mujeres más sueltas que otras’. El hombre tiene que ser el macho que acumula experiencias mientras que de las mujeres se sigue esperando que haya que conquistarlas”. Así que lo que más adelante se convierte en ese body count o “contador de revolcones” es el machismo de siempre, que ya aparece en las aulas. “Aunque a estos niveles los adolescentes todavía no usan Tinder u otras apps que nos obsesionan a los adultos, noto que pasan muchas horas en internet porque, año tras año, las dudas relacionadas con la pornografía son más. Reproducir lo que ven en el porno está haciendo que muchas de sus primeras relaciones sexuales sean violentas”, continúa la psicóloga.
En cuanto a sus relaciones afectivas, todavía son frecuentes mitos relacionados con los celos (“si no es celoso no te quiere lo suficiente”) o prácticas dañinas relacionadas con la idea de que “el amor duele”. Eso sí, aunque Hernández sigue encontrando mucha homofobia entre los estudiantes, cree que va a menos y que en los colegios e institutos cada vez hay más espacio para lo queer. Es ahí donde encuentra motivos para la esperanza, y es que curso tras curso encuentra a cada vez más adolescentes que se consideran bisexuales y lo expresan delante de sus compañeros.
“Hace falta mucha más educación desde la infancia para que las relaciones, haya enamoramiento o no, estén guiadas por el afecto y el disfrute de las dos partes”, sostiene Hernández. Eso, respecto a lo individual. Volviendo a aquellas encendidas trifulcas virtuales que se convierten en debates sobre moral y política, Espluga indica: “Lo romántico es problemático a nivel político y nuestra respuesta debe juzgar el modelo relacional, más que relaciones particulares, y no tiene que pasar por un criterio moral de bueno/malo, sino de activación respecto a la posibilidad de construir otra cosa”. Construir otra cosa: esa es la —dificilísima— tarea que a veces nos enfada tanto.
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