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Placeres de verano | Soñar con cambiar de vida

Haces cálculos, echas cuentas. Piensas en el teletrabajo, con cuánto podrías vivir. Ya te ves explicándolo en la oficina, una decisión irrevocable, la envidia de los demás, un valiente

Vista de la Graciosa desde el mirador del Río en la isla de Lanzarote
Vista de la Graciosa desde el mirador del Río en la isla de Lanzarote.Gianluca Battista
Íñigo Domínguez

No hacer nada en vacaciones es algo que proclama todo el mundo como su máxima aspiración, pero pocos consiguen, pues no suele ser verdad que se desee realmente, y en realidad es una actividad exigente, y hasta peligrosa. Si te sale un verano existencial casi mejor suspender el viaje, no se sabe dónde puedes acabar. Para no hacer nada hay que levantarse temprano, no es cosa de hacerlo a mediodía, que ya has perdido mucho tiempo de hacer nada. Perder el tiempo implica ser consciente de ello, si no es que lo pierdes sin darte cuenta. Lo ideal es buscar un destino hermoso, un rincón de paz, de naturaleza. La belleza se contagia y dispone a la contemplación.

Hay que vencer las tentaciones, pues uno acaba haciendo lo que sea con tal de no estar haciendo nada, y la gente se pone muy pesada con sus planes. La obligación más insidiosa y difícil de burlar es la de pasárselo bien, el miedo a no hacer nada extraordinario, el sentimiento de culpa, si es que uno ha tenido una educación seria. Hay que atravesar el aburrimiento, y llega un momento casi espiritual en el que da igual todo, no sabes ni el día que es, te llegas a asustar. Entonces ya estás flotando en el tiempo, como en el primer día de la creación. Parar tiene efectos cognitivos profundos. Redescubres lo largo que puede ser el día, puede ser una cosa muy densa. “Oh momento suntuoso, vete más despacio”, decía Emily Dickinson, pero claro, si uno no es Emily Dickinson, puedes sentir que se te va el día sin hacer nada y te entra la angustia. Hay ratos difíciles, sí, pero hay que resistir. Porque un día, de pronto, ves tu vida a tu disposición, no como algo que se te entrega empaquetado a las siete de la mañana. El instante decisivo es cuando te preguntas seriamente qué quieres hacer cuando dejes de hacer nada. Y vienen extrañas ideas: uno se cree libre. Este es uno de los efectos más perturbadores de las vacaciones, la recuperación de la voluntad. Realmente llegas a la conclusión de que puedes hacer lo que te dé la gana. Entonces vas y lo haces.

Hacer exactamente lo que te apetece es un descubrimiento. Te desprendes de todas las inercias y pegotes de la vida diaria. El móvil queda en un cajón. La tele no existe. Te vas poniendo de buen humor sin saber por qué. Vuelve la despreocupación de la infancia. Disfrutas de tu tiempo, de los placeres simples. También te empiezas a enamorar del lugar, y un atardecer desliza en tu cabeza la idea de que, en realidad, podrías llegar a acostumbrarte a vivir así, a vivir allí. Por qué no. Resuenan en tus oídos las palabras de Rilke: “Tienes que cambiar de vida”. Como lo dijo tras contemplar un torso de Apolo, yo creía que hablaba de apuntarse a un gimnasio, pero con la edad me he dado cuenta de que no. Entonces empiezas a planear una huida, que no te vuelvan a atrapar.

Te sientes capaz de afrontarlo, ahora que has roto con la rutina y se ha abierto una vía de fuga. Lo comentas con temor a tu pareja y resulta que ha pensado lo mismo, esto te reafirma. Conoces gente simpática de la que crees que podrías hacerte amigo. Vas a un bar que te gusta y dices: “Ah, mira, aquí vendría yo a desayunar y leer el periódico”. Te aficionas al diario local y sus diatribas, intuyes un mundo desconocido. Un día empiezas a mirar precios de pisos, solo por curiosidad. Haces cálculos, echas cuentas. Piensas en el teletrabajo, con cuánto podrías vivir. Ya te ves explicándolo en la oficina, una decisión irrevocable, la envidia de los demás, un valiente. Imaginas la vida tan enriquecedora y creativa que tendrías. Preguntas por los colegios de la zona. Aquí todo es mucho más barato, y la leche sabe a leche. No hay cine, pero bueno, hay uno a 40 kilómetros. Todo encaja. Ya no es solo una ocurrencia, lo sueltas en una cena. Todos te siguen el juego porque todos lo han imaginado. Hay un punto en el centro de las vacaciones, equidistante entre el día que te fuiste y el que tienes que volver, en que realmente estás convencido.

Pero luego pasan los días y al final no hay tiempo, se deberían tomar decisiones rápidas y radicales, sientes que no estás preparado, que no lo has pensado lo suficiente, que necesitarías más vacaciones para estar seguro, te entra vértigo. Entonces te lo tomas a broma. Ha sido una ensoñación de verano y recuerdas que cada año te pasa lo mismo, en todos los lugares donde vas. Pero es que esta vez parecía tan verosímil. Y ese ser confuso que llega al trabajo, que en el fondo agradece reencontrarse con sus cosas, que intuye que quizá todo habría sido un desastre, ese eres tú, un superviviente de las vacaciones. Entonces te propones metas más asequibles: trabajar lo menos posible. Te dura una semana, luego te matas a trabajar.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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