La Buena Vida, el restaurante con el nombre más acertado de Madrid
Elisa Rodríguez y Carlos Torres llevan 22 temporadas al frente de uno de los bistrós de culto entre los amantes de la buena mesa de la capital. El respeto por el producto, su gran conocimiento culinario y una cocina clásica sin atajos caracterizan su propuesta
Hay lugares en los que el tiempo parece no avanzar, sino ensancharse a merced del disfrute. Espacios donde se encuentra el significado de la buena mesa, la devoción por la excelencia de la materia prima y el respeto por las elaboraciones ajenas a las modas. Restaurantes que engrandecen la oferta culinaria de una ciudad, que cumplen décadas sin bajarse del pedestal de los favoritos entre los gastrónomos y que conservan una personalidad única gracias a que sus dueños hacen de su negocio su manera de estar en el mundo. La Buena Vida (calle Conde de Xiquena, 8), en Madrid, es uno de ellos. Lleva 22 temporadas en activo y al frente se encuentra una pareja que cambió el rumbo de sus profesiones para dedicarse a su verdadera pasión.
Elisa Rodríguez y Carlos Torres venían del mundo de las finanzas, pero su trayectoria ha demostrado que hay vocaciones que se despiertan trabajando. “No teníamos ninguna formación y hemos ido aprendiendo a tortas. Yo no sabía ni freír un huevo. Elisa me engañó y me dijo que entrara yo en la cocina”, recuerda Torres entre risas. “Solo éramos unos apasionados de la gastronomía que nos hemos formado viajando y comiendo en restaurantes, leyendo sin parar recetarios de Escoffier, Berasategui o Bocuse y probando muchísimo en la cocina”, dice restándose importancia. Por eso rehúye de la palabra chef. “Yo soy cocinero, chefs son los otros”, matiza. “Además, nosotros estamos fuera del circuito. Cuando hay reunión de cocineros nunca nos llaman ni estamos en la foto, pero lo cierto es que tampoco queremos”, añade Rodríguez.
Su lugar está en las paredes de esta casa abierta al público en el madrileño barrio de Justicia. “Cuando inauguramos en 2001, el contexto era completamente diferente. No había el boom actual de la gastronomía. Nadie quería ser cocinero y tener un restaurante era lo peor. Que se lo pregunten a nuestra familia”, cuenta Torres con una sonrisa. Pero ellos lo tuvieron claro. “Queríamos ser un restaurante de producto en el que se comiera bien y tuviera una carta de vinos divertida, algo raro hace veinte años en esta ciudad”, explica. Y eso continúan siendo. Un sitio íntimo con una decoración austera, mesas vestidas y sin música, donde una clientela fija conversa con ellos con respeto. “No podría vender algo en lo que no creyera porque no soy buena comercial. Ofrecemos lo que nos gusta comer y beber”, dice Rodríguez, encargada de la sala.
La obsesión de esta pareja por la estacionalidad del producto conforma una carta variable por temporada, pero en la que siempre se pueden encontrar algunos de sus clásicos, como la raya a la mantequilla negra, el turnedó de vacuno mayor al Marsala, el jarrete de ternera o las patatas a la importancia con congrio. No sucede lo mismo con otro de sus platos más aclamados (y copiados): las alcachofas con callos de bacalao.
Pero si hay algo que caracteriza todas las elaboraciones de La Buena Vida es la artesanía. “Lo realizamos todo en nuestra cocina”, aseguran. Desde las patatas chips y el pan fino del aperitivo que cortan a cuchillo y tuestan en el horno —hogazas que comenzaron a elaborar en 2007 por no encontrar ningún panadero regular en la ciudad— hasta el hojaldre que sirven en una exquisita tapa con anchoas de Getaria y berenjena asada.
Cuidar los detalles de cada uno de estos procesos y hacerse con la mejor materia prima del mercado son parte de su marca. “Tenemos muchos proveedores fijos como Higinio para las aves, los guisantes de lágrima de costa y habitas son de Aroa de Getaria o el pescado de bajura que compramos en la lonja de Ribeira. Lo pescan por la tarde y por la mañana lo tenemos aquí. No hay más de diez restaurantes en Madrid que lo tengan igual”, aseguran. Las sardinas son un espectáculo que habla por sí solo. “Nos llegan tersas, sin golpear y las limpiamos y preparamos en la cocina”, cuenta Torres. Rodríguez saca el móvil para enseñar una foto que le ha tomado al género recibido este mañana. “Te llega esta caballa y te dan ganas de hacerte un bolso”, dice al señalarla.
Las mesas junto a la ventana son las más cotizadas a la hora de comer. Y hay que prestar atención a los fuera de carta, de los que siempre cantan sus precios. “Hacemos las cosas bien, no engañamos a nadie, pero entendemos que haya gente que no le guste este tipo de cocina, el local o nosotros mismos. No somos un restaurante para todo el mundo”, dice Rodríguez. Pero quien disfruta una vez repite. El precio por persona suele salir a partir de 60 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.